Pablo solía pasear con
asiduidad por aquella calle. No es que
fuera una calle especial. En realidad, como todas las calles modernas, carecía
de personalidad, era ruidosa y muy gris; una calle comercial con muchos coches
y gente de aquí para allá mirando escaparates o caminando a toda prisa.
Pero a Pablo le gustaba mucho porque allí había una vieja
juguetería. Una juguetería con un escaparte enorme, repleto de toda clase de juguetes que uno pueda
imaginar: acá, soldados napoleónicos en espléndidos caballos, allá, coches de época con todo lujo de
detalles; maquetas, muñecas que parecían
cobrar vida cuando las mirabas fijamente, miniaturas muy variadas, animales
salvajes, dinosaurios y todo tipo de cachivaches de formas variopintas que
hacían las delicias de cualquier niño. El escaparate era un festival de colores
llamativos, formas poderosas, todo apelotonado pero limpio, muy bien
colocado y distribuido. ¡Cuántas
aventuras, cuántos mundos en tan poco espacio!
El niño recordaba cuando vio en
el escaparate aquel espléndido caballo blanco,
del tamaño de una mano. Tenía todo lujo de detalles: sus ojos negros muy
bien perfilados, unas poderosas patas llenas de músculos, y un robusto cuello
cubierto por unas brillantes crines de plata. A su lado, como símbolo de los contrarios,
estaba otro caballo, negro azabache, del mismo tamaño, pero en posición
rampante, cuya piel refulgía con un realismo enorme. A Pablo se los regalaron y fueron sus grandes amigos. Cuando estaba
triste, apretaba el palafrén blanco, que mostraba un aspecto relajado y dulce,
y eso le animaba. Cuando debía enfrentarse a un horrible día de clase, cuando
sentía sus fuerzas desfallecer y la inseguridad atormentándole, agarraba el
corcel negro y así sentía una enorme
fuerza y confianza en sí mismo.
Habrá adivinado el lector que
Pablo era un niño solitario y soñador, muy tímido, callado, y como suele ser en
estos casos, dotado de una gran imaginación. Le gustaba mucho leer, le gustaba
mucho pasear en libertad y por encima de todo, le encantaba jugar y soñar. ¡Ah!
¡Cuántos sueños olvidados, cuántos castillos envueltos en brumas, bellas
princesas de piel de marfil y caballeros valerosos con espadas forjadas por los
dioses! ¡Qué locuras, qué quimeras!
De sobra era sabido que si Pablo
no estaba jugando en el parque, se debía encontrar mirando el escaparte de
aquella juguetería. “Mirar” es una palabra poco apropiada para lo que hacía
Pablo. Desconozco el término que pudiera representar con exactitud la manera en
que el niño sentía fluir en su interior un torrente de magia, y “veía” y
“escuchaba”, absorto, a todos aquellos
juguetes como si en verdad tuviesen vida. No obstante, si el lector fue alguna
vez un niño como nuestro protagonista, pueda quizá entender el infinito
entusiasmo que le embargaba.
Pablo tenía once años, mejillas
sonrosadas, ojos abiertos y soñadores, negros y brillantes, y pelo castaño,
cortado con esmero tal como su madre quería. Estaba delgado, hablaba muy poco
con la gente, y apenas tenía algún compañero en clase con el que se llevase
bien. En el colegio pasaba
desapercibido, aunque a menudo era blanco de las bromas de otros niños por su
carácter tan sumamente tímido y retraído.
Sus mejores amigos eran los
caballos que había comprado en la juguetería. Eso decía él. Pablo nunca se aburría, salvo en la escuela,
el resto del tiempo lo pasaba jugando y soñando. Tenía una imaginación enorme y su mundo
estaba teñido de magia.
Esto ocurrió tras la vuelta de
vacaciones de verano, tras un mes de ausencia en su ciudad, cuando quedaba muy
poco para volver al colegio.
Pablo odiaba volver a la ciudad
tras haber disfrutado un largo periodo en la costa, donde había piratas y
castillos, donde sirenas cantaban cerca de las rocas y terribles monstruos de
formas repulsivas vagaban silenciosos por las profundidades del océano,
acechando y preparados para salir. Ahora volvía a su ciudad que no tenía mar, y
era ya terreno conocido y sin demasiado interés. Desde luego jugar no era igual
“allí” que “aquí”. Una de las cosas que hizo Pablo al día siguiente de llegar
fue ir a ver su juguetería. Estaba deseando volver a ver aquel cristal que
ocultaba tantas maravillas, tantas ilusiones y tantos sueños.
No estaba muy lejos de su casa,
así que le dejaban ir solo. Ya era
mayor, iba al colegio solo. Cruzó el parque, dando saltos de alegría. Sus ojos
brillaban aún más con el reflejo del sol que traspasaba perezoso las hojas de
los árboles. Agarró un trozo de madera, y comenzó a batirse en duelo contra
unos enemigos invisibles. Gritaba y alborotaba, viéndose acorralado por
aquellos miserables, pero sus enemigos no podían pasar. Pablo era el último de
los soldados de la reina, a la que amaba en secreto, y más allá de su deber,
debía proteger a su amor. Eran diez o doce enemigos, el paso era angosto hacia
el castillo, y el niño aguantaba el invite con asombrosa valentía y destreza.
Le habían herido en un brazo, y el cansancio hacia mella en nuestro héroe, pero
no se rendía: “¡Por la Reina!” “¡Atrás miserables, probad el acero de los
valientes!” gritaba a pleno pulmón. Poco
a poco, sus enemigos fueron cayendo, y Pablo salvó a su reina. Luego de esto, siguió con premura su camino,
pues había recibido un beso de su dama, y
algo bello e inexplicable había llenado su alma de júbilo. Así que cruzó
de esta manera el parque y se adentró en la calle principal. Un poco más
arriba, la juguetería esperaba.
Los ruidos grises del tráfico y el gentío le sacaron de sus
ensoñaciones y le hicieron extrañar mucho la costa. El mar siempre era una
caricia, a veces de calma, a veces de miedo, pero siempre era algo cercano,
profundo, humano. Pablo se sentaba en las rocas, y se dejaba mecer por el
rítmico y suave arrullo de las olas, cuya revoltosa espuma se alzaba como un ejército dispuesto
al ataque. Y cuando llegaba la luna, Pablo paseaba cerca del mar, y miraba a
las aguas, que parecían callar y ocultar algún secreto. Su voz decía: “nosotras
conocemos el comienzo de todo, y veremos
el fin; nada nos inquieta, vuestros problemas nos son ajenos, y aquí
dentro duermen secretos que ni podéis imaginar”. Y Pablo sí que imaginaba cosas
horribles, y siempre las aguas en calma le daban más miedo que cuando se
agitaban. Mas era un miedo que le llevaba a lomos de un espléndido dragón de
plata, y entonces se enfrentaba a las criaturas terribles que emergían de la
superficie del mar, colosales, viscosas y repugnantes, y que caían bajo la
espada del jinete del dragón.
Ahora el alba acunaba su paseo.
Pero todo lo que le rodeaba era gris, y
estaba muerto: asfalto, coches, edificios… No había nada que inspirase al
pequeño. La naturaleza le llenaba de vida, era como un trampolín a su mundo de
niño, y sin embargo la ciudad era como
una tarde de nubes y de tristeza.
Hemos dicho que en la ciudad no
había nada que inspirase al pequeño, y debemos corregirnos. Pues desde luego,
entre aquel humo, entre aquella algarabía de ruidos, pasos presurosos y rostros grises y
anónimos, se hallaba la juguetería.
Había otras, pero no eran tan antiguas y
apenas tenían juguetes que mereciesen la pena. Aquella era especial, por sus
dimensiones y por su contenido. Por su
variedad tan grande, y su ambiente acogedor, como de otra época.
Paso a paso se fue aproximando a
la tienda. Cruzó por delante de una pastelería, y se quedó un instante mirando
aquellas deliciosas tartas de colores y
bombones variados que tanto le gustaban.
Luego siguió su camino, deseando llegar y volver a sentirse arropado por todo aquel montón de formidables juguetes.
Su sorpresa fue muy grande cuando
se detuvo ante el escaparate. Dos telas grises estaban echadas, tapándolo todo
como sábanas mortuorias, y un terrible cartel rojo que rezaba: “Se traspasa”. El corazón de Pablo dio un vuelco. Su
estómago pareció hacerse un nudo y temblaba. No podía ser verdad. No podía ser.
Pero ahí estaba, el cerrojo echado, todo cerrado, todo oscuro, todo mudo, como el vacío, como la nada.
Retrocedió, y miró desde más
atrás. Se acercó, golpeó la puerta. Bajó la calle y regresó. Pero todo era
inútil. Habían cerrado su juguetería.
Sus ojos se humedecieron, y con
enorme pena, dejó caer su cuerpecito sobre la puerta….y de pronto esta cedió.
Con un ligero crujido y un leve chirrido, se abrió lentamente. Pabló pensó que
la habrían dejado mal encajada, y estuvo tentado de tirar del picaporte para
cerrarla, pero algo se lo impidió. Miró asustado, indeciso, hacia atrás, y vio
aquella calle, con sus coches, su mundanal ruido, y aquellas personas que
parecían cadáveres en movimiento. Y
volvió a mirar a la puerta. No lo pensó más, velozmente, se inclinó hacia
delante y pasó, cerrando tras de sí.
¿Le habría visto alguien entrar?
¿Qué importaba, al fin y al cabo?
Oscuridad, todo daba vueltas, y todo
parecía poco a poco teñirse de una luz
difusa, como niebla.
Era invierno. Nubes grises
cubrían el cielo. La nieve era un manto infinito sobre el que atronaban los
cascos de cien mil caballos. Pablo iba al trote, sujetando
con una mano las riendas de su
formidable corcel negro, mientras con la otra asía un afilado sable terminado
en ligera curva. Estaba en medio de un
ejército de caballería, que al parecer, se disponía a cargar entre la nieve
contra el enemigo. El aire le helaba las fosas nasales, y sentía su cara
totalmente entumecida. El frío era terrible. Miró a sus compañeros: aquellos
vistosos cascos adornados con un penacho oscuro pertenecían a coraceros
franceses. No había duda, y él estaba entre ellos. De pronto, una voz potente,
un grito lleno de fuerza y violencia rasgó el cielo: “¡¡Cargaaa!!” Al frente
del escuadrón, la figura de un hombre de larga melena y furiosa mirada,
ataviado con una indumentaria muy vistosa,
apuntó con su sable al frente. Pablo sabía quién era. Pablo sabía dónde
estaba: Eylau, Rusia, 1807,y aquel hombre era el Mariscal Joacim
Murat, liderando aquella épica carga de coraceros que barrió las defensas rusas
como un torrente hace añicos un dique, hasta arrasarlo por completo. Pablo le
había reconocido de la figura de plomo que había en la tienda a caballo.
Pablo tenía muchos soldaditos de
plomo de las batallas napoleónicas, y la juguetería estaba repleta de ellos y
de réplicas de personajes históricos. Y
aunque no era buen estudiante, sabía bastante de aquella época. Le habían
suspendido historia, hasta que le pusieron en un examen la batalla de Waterloo,
y Pablo le contó los errores de Napoleón y de cómo la diosa Fortuna le abandonó
en aquella ocasión; le relató los pormenores de la batalla, y cómo Grouchy tardó
en volver demasiado tiempo para asistir al ejército del Emperador, mientras prusianos e ingleses se unían para
derrotar al corso, con el consecuente desastre que supuso para Bonaparte y su
Imperio. En ese examen sacó un diez. Y
la profesora le miró con cierto recelo. Pero él estaba muy contento con su
redacción sobre Waterloo.
Pero esto era Eylau, y aún
faltaban unos cuantos años para el desastre de 1815. Y en estos años, los
dioses habían dejado caer la gloria sobre los ejércitos franceses, haciéndolos casi
invencibles. Y Pablo ahora era uno más de aquel escuadrón, cabalgando
sobre su querido corcel negro. Podía
oír, como una tormenta, el galope de los caballos, el sonido del acero, los
cañones atronando, y los gritos de
aquellos jinetes que se lanzaban a vencer o morir.
Todo fue muy rápido. Su sable
subía y bajaba sin descanso, hiriendo y
haciendo huir al enemigo. Caballo y
jinete se abrían paso entre las filas enemigas como un cuchillo que atraviesa
el papel. Pronto la batalla había acabado. El campo lleno de cadáveres, la
nieve bañada de sangre, los soldados
heridos ayudándose entre sí y vitoreando a los coraceros que habían derribado
las defensas rusas; era un espectáculo horrible y grandioso al mismo tiempo.
Pablo abrió los ojos y vio sombras, sombras que caían sobre figuras
amontonadas, peluches, y muñecos de toda clase. Una tenue luz colaba
tímidamente por una pequeña ventana en lo alto. El niño había estado en Eylau,
de alguna manera lo sabía, pero no entendía nada. Un silencio trémulo llenaba
aquella estancia. Estaba en su juguetería, no había duda. Estaba en la
juguetería que habían cerrado.
Pablo, de pronto, tuvo miedo. Dio la vuelta, y a tientas, tropezando, alcanzó la puerta por donde había
entrado y salió a toda prisa.
La luz de la calle le cegó
momentáneamente, convirtiendo el mundo en una nebulosa iridiscente, donde nada
era claro y las formas se mezclaban unas con otras. Poco a poco, su visión se
acostumbró a la luz. Todo parecía tranquilo, la gente pasaba de aquí para allá
sin reparar en su menuda figura. A su espalda estaba la juguetería: gris,
muerta, tan silenciosa que daba miedo.
Pablo pensó que sin duda lo mejor sería volver a su casa. Lleno de pena,
tomó el camino de regreso.
La calle estaba aún poco
transitada, al ser temprano. Un hombre caminaba encorvado, con paso lento,
mirando al suelo. Más adelante, una señora de rostro agrio caminaba deprisa con
pasitos cortos al son del repicar de sus
tacones. Y de vez en cuando, algún hombre más joven de mirada inexpresiva, absorto en sus cosas. Todos insensibles, ajenos
a la tragedia del niño.
Cruzó el parque como una sombra.
Había ramas sueltas por el suelo, entre la arenilla, y un olor a verde que le
trajo buenos recuerdos, pero apenas fue un instante. Los árboles callaban y
miraban desde lejos a la pequeña figura de Pablo. Un estruendo despertó al niño
de repente, como un potente motor arrancando: a su derecha, unos hombres de
verde estaban talando varios árboles con una maquinaria gris y oxidada que
echaba humo. Apretó el paso, por lo
molesto del ruido, y pronto quedó atrás. El parque seguía en silencio, y el
niño también había quedado mudo.
Pablo no concilió bien el sueño
aquella noche. Su cama se llenó de frío
y de sombras. Se sentía encerrado, como preso.
Cuando despertó, lo hizo imbuido de una profunda tristeza, y una inefable necesidad de volver
a la juguetería.
Amaneció, y lo primero que hizo
el niño fue arreglarse, tomar un frugal almuerzo a toda prisa, y dirigirse
hacia la tienda. Era en lo único que pensaba. El camino fue monótono, y ningún enemigo le
molestó, ni si quiera en el parque. Los árboles de nuevo le miraban desde lejos, indolentes, y el
césped parecía ajeno a cualquier atisbo de magia o de vida. Vio varios troncos tirados en el suelo. Pensó
en sus vacaciones en el mar, y experimentó cierta angustia al estar tan lejos
de aquellos días.
Cuando llegó frente a la puerta,
volvió a sentir cómo se encogía su corazón al ver de nuevo el frío espectáculo
de la juguetería enlutada, abandonada, y muerta. Mas aún le quedaba una pequeña
esperanza. Empujó suavemente y con
disimulo la puerta: se abrió, tal y como ocurriera el día anterior. Pablo miró
a los lados, y cuando estuvo seguro de que nadie le observaba, volvió a entrar
y cerró rápidamente.
Ante él se extendía un valle lleno de esmeralda y de luz. Ya era
libre. Un caballo blanco pastaba dócilmente, de un blanco tan puro y luminoso
que deslumbraba. Había flores de todos
los colores esparcidas aquí y allá, todas frescas y llenas de primavera. Pablo
se acercó al caballo y le acaricio el cuello. Aquel magnífico corcel agitó su
cabeza, como saludando, y lamió con cariño el rostro de Pablo. Caminaron juntos
un buen trecho, hasta las lindes de un frondoso bosque.
Sacó su espada, y con unos tajos
se abrió camino entre las ramas que obstaculizaban el paso. Avanzaron internándose entre la maleza
salvaje, que rebosaba poder, y que parecía esperarles, revestida de sus mejores galas. Cantaban
con bullicio los pajarillos en
notas suaves y melodiosas, y se escuchaban algunos otros ruidos furtivos entre
el ramaje. Se encontraba rodeados de
troncos como nudos de ilustre madera, y
ramas retorcidas dibujando hermosos arabescos,
cubiertas de un verde fuerte y brillante; y aquí y allá, flores silvestres de todos los colores y de fragantes perfumes
que llenaban el alma de sueños. Pablo seguía caminando, espada en mano, junto a
aquel corcel blanco, avanzando por un estrecho y casi imperceptible sendero que
la fogosa naturaleza, a duras penas, había respetado.
De pronto una figura femenina
cruzó rauda entre los árboles. Pablo,
sorprendido, se quedó paralizado cuando vio cómo una dama de extraordinaria
belleza se abalanzaba sobre él, rodeándole entre la suavidad de sus brazos. La
joven reía y lloraba, y no dejaba de abrazarle.
Tenía un rostro delicado, con facciones armónicas, cejas suavemente arqueadas, y ojos de mirada profunda y
limpia. Entonces la reconoció: ¡Virginia! Su dama, a la que había jurado
lealtad y amor eternos. Virginia era una
preciosa figura de porcelana, vestida
como una dama de los tiempos medievales, que se encontraba en la juguetería y
que fascinaba a Pablo desde hace mucho. Y por las noches la imaginaba y hablaba
con ella. Apretó a la joven, ahora de
carne y hueso, contra sí, y su alma se
llenó de dulzura y de reposo. Cerró los
ojos y sus labios se encontraron y entonces la vida cobró sentido.
Cuando los abrió, estaba de nuevo
en la juguetería a oscuras. Su cabeza daba vueltas, y se encontraba muy
cansado, así que decidió salir y regresar a casa. El camino fue un enorme
vacío, tan oscuro y tan frío como un
cementerio en la noche, a pesar de que el sol brillaba en lo alto.
Pasaron varios días sin poder
visitar la juguetería pues había empezado el colegio y sus padres no querían
que se distrajese. Ellos consideraban
los estudios lo más importante para su hijo.
Pablo estaba triste. Pablo sólo
quería volver a la juguetería. Pablo necesitaba
volver a la juguetería. Su mundo ahora
se había derrumbado, y veía afuera otro mundo que despreciaba y le llenaba de
aflicción. Todo había cambiado en él: comía poco, no jugaba nada, y lo peor de
todo, ya no reía. Paseaba por el parque y sólo veía árboles y más árboles sin
alma. Sus juguetes no eran más que materia inerte, muerta. Miraba a sus caballos,
y a veces, los abrazaba, pero ya no sentía ningún alivio.
Al fin llegó el sábado, y fue
corriendo a la juguetería. El parque había empezado a cubrirse de otoño, y las
ramas quedaban desnudas y sin color. Ahora todos aquellos árboles y matorrales
estaban mudos, y los pájaros habían huido. Ya sólo se escuchaba de fondo el
ruido de los coches y de la carretera. Lejos quedaba el olor a mar, las olas y
su espuma embravecida, las rocas y la playa de sus vacaciones de verano. Sólo
le quedaban recuerdos. Atravesó el parque, y cabizbajo, soportó los ruidos de
la calle a los que, no sin desagrado, se
había ido acostumbrando. Pero aún una chispa de esperanza seguía brillando en
su interior: volvería a cruzar la puerta, volverían la ilusión y la fantasía a
su pequeño mundo.
Apresuró el paso y entonces se
detuvo en seco, como si le hubiera
golpeado un rayo: la puerta de la juguetería había sido sellada con
cemento. Ya no se podía entrar. El cartel de “Se Vende” ya no estaba; en su
lugar, otro cartel de terrible apariencia anunciaba la apertura próxima de una
tienda de ropa.
Pablo se abalanzó sobre el
cemento y lo golpeó con sus puños, mientras mil
lágrimas le resbalaban por sus ojos enrojecidos. Sus nudillos ardieron y
sangraron, y sus rodillas se doblaron bajo el peso de la certeza de lo
imposible de su cometido. Quedó allí ante la puerta, postrado, llorando, solo.
Al cabo de un rato se incorporó.
Nadie le atendió, nadie pareció fijarse en él. Respiraba entrecortadamente,
sudaba y temblaba. Regresó a su casa, lentamente, arrastrándose, luchando
contra un mundo que no reconocía. Había caído el último bastión de inocencia y fantasía.
Desde ese día no fue el mismo.
Pablo creció y cumplió con sus obligaciones de formación académica. Como
fantasías infantiles quedaron sus batallas, su dama y sus viajes a la
juguetería. Su vida se convirtió en una
fría calle de piedra y asfalto. Y así, aparentemente, transcurrió el resto de su existencia, como
si el mundo que tanto rechazaba le hubiera vencido.
Sin embargo, el día de su muerte,
en su mesilla se encontraron varios escritos: unas aventuras de corte
fantástico, de valerosos caballeros y grandes
batallas; y unos versos dirigidos a una dama llamada Virginia. Además, hallaron
en sus bolsillos las pequeñas figuras de
dos caballos, uno blanco y otro negro. Y
según un testigo, cuando exhalaba su último aliento, gritó como poseído algo
que nadie acertó a explicar: “¡El Emperador! ¡Mis caballos! ¡Virginia, amor mío!”.
Dedicado a una juguetería...