Había sido una semana muy agotadora y tenía muchas ganas de
encontrarme con el Conde Ralf, amigo mío y profesor de universidad de excelente
reputación, al que por circunstancias laborales hacía tiempo que no veía.
Necesitaba hablar y despejarme, pues el trabajo en una librería de
cara al público resulta de lo más agotador. Para ser sincero no puedo decir que
no me gustase, pues era un negocio familiar que heredé de mi abuelo materno,
erudito y amante de los libros antiguos y extraños. En verdad yo adoraba los
libros, pero no los que vendía. Día tras día, manadas de gente se
acercaban a mi tienda para comprar las cuatro insufribles vulgaridades de moda.
Yo, por supuesto, despachaba esos libros como el panadero despacha las barras
de pan. La librería era en su mayor parte un conjunto de memeces
sobre papel, una mezcolanza de mal gusto y realismo desagradable, alejado
completamente del arte y la fantasía, quedando tan sólo un pequeño cobijo para
los grandes clásicos, y un refugio, aún más reducido para aquellos autores
malditos, precisamente mis favoritos. La parte principal de la librería
tenía estanterías blancas y grises, de un estilo muy moderno, todo metálico y
frío, ampliamente iluminado con focos que caían sobre mostradores cargados con
novedades vistosas y los libros más vendidos para atraer a la gente,
igual que las flores atraen a los insectos. Caminando algo más hacia
dentro, apenas visible, en un recodo de luz más tenue y cálida, las librerías
eran de madera oscura y algo vieja, con revestimientos dorados de formas
exóticas; y allí estaban los clásicos, y un poco más al fondo, en una
zona marginada, reposaban aquellos escritores malditos que no gozaban de
ninguna popularidad. Una zona que apenas nadie visitaba y casi siempre estaba
vacía, imbuida de una atmósfera extraña que transmitía soledad.
¡Ah! ¡Sí, qué grandes libros aquellos! Reposaban allí autores como
Machen, Dunsany, Lovecraft, Poe, Turguenev, Nerval,
Hölderlin…Títulos épicos como “Enrique de Lagardère” o esa joya del
gótico tan terrible “Melmoth el Errabundo”, o esa deliciosa obra de la íntima
juventud “El Gran Meaulnes”; creo que ya sólo podían encontrarse en ese
apartado rincón de mi librería. Ya nadie los compraba, nadie los leía. De hecho
eran mal vistos. Al menos los clásicos eran usados de vez en cuando
como fósiles para su estudio en la enseñanza, y para criticarlos con cinismo
bajo el prisma de los prejuicios modernos; pero los autores malditos y
minoritarios, los autores verdaderamente imaginativos, habían sido
apartados, completamente abandonados y postergados al olvido.
El conde Ralf era una de esas pocas personas en nuestros tiempos
que deleitaba sus sentidos con la prosa poética y enloquecida de aquellos
autores condenados socialmente. Vivía en una gran mansión lo suficientemente
nueva como para pasar desapercibida, aunque el interior contrastaba en gran
medida con la fachada: unas espléndidas lámparas barrocas de varios brazos
colgaban del techo, y las habitaciones estaban llenas de hermosos y extraños
tapices. Los muebles eran de una madera vetusta pero noble, y no les faltaba
ningún tipo de ornamentación. Estudioso de varias lenguas, entre
ellas algunas ya olvidadas, tenía una gran librería repleta de manuales de lingüística
y libros de lo más variado, desde ciencias, hasta grandes clásicos, pasando por
algunos autores malditos. Por descontado, de esto no hablaba con
nadie más que conmigo. Amaba los animales, compartía su mansión nada más que
con dos gatos y el silencio que ofrece la soledad. Era de porte
elegante, alto y delgado, rostro más bien pálido y facciones nobles que de
primeras no mostraban nada especial, salvo que uno se detuviese a
analizar su mirada: como en todo hombre inteligente, su mirada parecía
proyectarse al infinito y estaba impregnada del inherente brillo
nostálgico del soñador. Sus ademanes eran tranquilos y suaves; de pocas
palabras, tenía una rica vida interior que pocas veces exteriorizaba. Su
expresión era contenida y tibia, y casi siempre afable. Su voz era dubitativa,
amable y dulce por lo general, pero cuando hablábamos con confianza, se llenaba
de aplomo y seguridad.
Nos vimos la tarde del sábado, cerca de mi casa. Tras los saludos
pertinentes y las preguntas rutinarias, nos pusimos a hablar como acostumbrábamos
de temas más trascendentales. Hablábamos sobre la degeneración del arte y de
los valores, y yo mostré mi rechazo a la zafia pantomima que hoy llamaban arte.
No se veía bien la exaltación de sentimientos auténticos, ni el lenguaje o los
valores elevados, ni nada que tuviera que ver con lo mágico y lo fantástico.
Todo había sido igualado por lo bajo, la zafiedad, la vulgaridad, el
morbo y el mal gusto reinaban. Y había que ser feliz de una manera
totalmente artificial, precisamente de eso trataban muchos de los libros que yo
vendía en grandes cantidades. Los escritores sinceros, los que dejaban que la
tinta saliese como un volcán de sus entrañas, los que transcribían el idioma de
los ángeles o los gritos del infierno no tenían cabida. Todo era falso, una
carcasa vacía de mediocridad adornada con una sonrisa falsa e hipócrita.
Eso jamás sería arte.
“Está usted casi sólo, amigo mío, la sociedad lleva otra
dirección”. Me dijo mi buen amigo. El conde Ralf en más de una ocasión,
había amonestado mi efusivo desprecio hacia los tiempos modernos y mi carácter
en exceso sensible y ardiente. Sin embargo aquella vez no podía estar más
de acuerdo conmigo. “¡Ay, mi buen Percy, qué lejos están las épocas en las que
el arte era auténtico, dónde se ensalzaba al gran poeta o al músico virtuoso!
Hoy día, la chusma ha cobrado voz y voto, y erige un monumento al primer mono
de feria, prosaico, vulgar y soez, tan rápido lo ensalza, como lo entierran y
pasa al olvido, sustituido enseguida por el siguiente payaso de turno! ¡Y ojo
con criticarlo, que tratarán sin argumentos de hundirte y te dejarán
de lado! A veces, amigo mío, recuerdo los infames pasajes de Lautréamont y sus
espantosos cantos de Maldoror ¡y pienso que tenía razón!”
«Mi poesía consistirá, sólo, en atacar por
todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no hubiera
debido engendrar semejante basura»
Clamé yo la cita en voz alta, como cerrando su
vehemente discurso. El conde Ralf me miró con aprobación, pero al instante,
cambió su gesto y me indicó que no volviéramos sobre aquel libro impío y
blasfemo. Asentí, pues aquella obra era excesivamente desagradable hasta para
mí, aunque reconozco que me causaba siempre una extraña fascinación.
Aquel día la calle estaba más solitaria que de
costumbre. El sol se hundía lentamente en el horizonte y las sombras nos
rodeaban como una mortaja oscura y asfixiante. Edificios grises y fríos se
alzaban por todas partes, como gigantes de piedra en eterno silencio, desprovistos
de alma. El cielo se iba tornando gris ceniza y las nubes, en grandes masas, se
movían pesada y lentamente, y parecían querer ahogarnos. Por la carretera
circulaban algunos vehículos, echaban humo y hacían un ruido molesto y todo el
conjunto resultaba muy poco agradable. Sentíamos los dos una sensación
extraña, como una vaga amenaza, pero no queríamos hablar de ello. Era una
sensación que quizá solo nuestras almas en extremo sensibles podían captar; era
algo frío y opresivo, que nos hacía sentir un horrible vacío y desarraigo
absoluto; nos hacía sentir extraños. Pero insisto, no queríamos hablar de ello.
Torcimos por una calle estrecha y mal iluminada
para salir a una solitaria avenida principal. En las esquinas se amontonaba la
basura fuera de los contenedores, desbordados de restos de inmundicia apestosa
y gases metíficos que nos produjeron nauseas.
En un bar de la calle de enfrente se podían
adivinar siluetas que danzaban como monos, sombras en torsiones imposibles y
ridículas, al ritmo de una música monótona y que resultaba enormemente
desagradable por lo poco que, afortunadamente, llegaba a nuestros oídos. Más
bien parecía un aquelarre alcanzando su paroxismo, y preparando el sacrificio
humano a algún dios perverso y loco.
Ya era casi de noche, las nubes se habían
detenido en lo alto y parecían mirar y esperar sobre ese cielo lóbrego e
inquietante, como un ejército replegado esperando la orden de atacar.
Frente a nosotros, bajando por la calle
contraria, una masa de gente caminaba al unísono, todos siguiendo la misma
dirección; a primera vista parecía que salían de algún espectáculo o algún
evento multitudinario. No les prestamos demasiada atención, pues seguíamos
hablando inmersos en nuestros propios asuntos. Poco a poco esa gente, como una
masa que avanza por inercia pero sin convicción, se fueron aproximando a
nosotros. Ya habían llegado casi a nuestra altura, cuando el Conde Ralf me
cogió de pronto y me empujó contra la pared, apartándome para dejar pasar a la
turba. Le miré asombrado y luego miré aquella masa: esas personas eran
inexpresivas, vestían igual, su mirada estaba vacía y apagada. Eran hombres
pero no parecían del todo humanos. No habían notado nuestra presencia, y de no
ser por mi fiel amigo, juro que habrían pasado por encima de nosotros
literalmente, pues no parecían advertir ningún estímulo externo. Su
caminar era lento pero sin pausa, como un ejército de marionetas. Me
fijé en uno de ellos: parecía que de sus extremidades asomaban una especie de
hilos casi invisibles, que se perdían en aquel cielo oscuro. Me fijé en sus
rostros: sus facciones estaban relajadas, su rostro aceitunado y pálido
completamente hierático; sus ojos, muy abiertos, no pestañeaban y su mirada iba
fija en un lejano vacío. No sé si podían ver o eran ciegos. Me fijé en
otro y eran todos exactamente iguales, y el siguiente, y el de más allá. Todos
iguales. Un mar de rostros salidos de una pesadilla, como muñecos que alguien
hubiera dado cuerda y caminasen al unísono hacia alguna parte que desconocíamos.
Por fin pasó hasta el último de ellos y el
Conde Ralf me soltó. Nos miramos, y por un momento, no supimos qué decir. La
masa de gente se fue alejando lentamente y perdiéndose poco a poco de nuestra
vista. Una sensación de repugnancia nos invadió, y un terror infinito se
deslizó por nuestras venas. Quizá estábamos soñando, o nuestra percepción
estaba demasiado predispuesta a sufrir alucinaciones. No obstante, corrimos a
refugiarnos en mi librería que no se encontraba muy lejos.
El Conde Ralf me confesó que recientemente
había percibido algunas cosas extrañas en las personas. Últimamente encontraba
algo casi repugnante en mucha gente, pero pensaba que era cosa suya. Ambos
vivíamos una vida de escaso contacto con el resto. Nuestra individualidad,
nuestro instinto nos hacía aborrecer las relaciones superfluas y vivíamos una
vida más interior. Pero el Conde asistía a reuniones con mayor asiduidad, y
daba charlas y conferencias en universidades, dado su contrastado dominio de
las lenguas. En definitiva, mantenía un contacto más amplio que yo con la gente
y me tomé muy en serio sus palabras. Yo, a pesar de mi trabajo, trato poco con
mis clientes y no había notado nada especial, pues vivía más absorto en mis
pensamientos y en mi mundo interior que en el de fuera. Siempre he sido un
soñador, y mi mente se preocupa más de lo que imagina que de lo que ve. Vendo
libros, éxitos efímeros, escritores premiados que no me ofrecen el más mínimo
interés. Las personas que vienen a mi librería siempre piden lo mismo, bazofia
encuadernada, y responden al mismo patrón de vulgaridad y carencia de
personalidad. Eso con respecto a los pocos que leen, pues la mayor parte hoy
día vive bajo el constante yugo de una pantalla. Son tiempos malos: tiempos
oscuros, donde la consigna es ser feliz y divertirse; sin embargo, todo el
mundo parece hundido en una horrible insatisfacción. Esas pantallas reflejan
sentimientos falsos, efímeros y manipulados, y es con lo que se reviste la
gente. Hoy en día son ajenos ya a toda forma de arte, a cualquier forma de
inocencia y sensibilidad, y sus cerebros sólo responden ante lo explícito y lo
brutal, ante la vulgaridad y zafiedad. Todo eso lo han normalizado mientras han
aplastado silenciosamente la inocencia y los valores elevados. Y hacen sorna de
aquellos valores del pasado.
Un joven con un corazón sensible es muy difícil
que sobreviva en nuestros tiempos. Un hombre que piense por sí mismo es
perseguido y marginado, de una forma sutil, pero muy efectiva... La zafiedad se
ha subido al trono de ónice y reina junto al mal gusto y a la deshumanización.
Y el pueblo aplaude y jalea a su nuevo monarca. La inocencia, incluso en los
niños, es sólo un recuerdo de antaño cuyo significado ha quedado en el olvido.
No es la maldad lo que impera, no en su forma esencial, sino algo
mucho peor que conduce a ella: la ignorancia y la barbarie revestida de
progreso. Le habían llamado progreso, pero todos los valores que han hecho del
hombre un ser más humano, los han sepultado. Empezó hace años, con pequeños
detalles que mi padre me contaba, pero nadie le tomó nunca en serio. Se fue
marginando a los poetas, y se erigieron monumentos a lo feo y a lo soez. Se
confundió la realidad con la zafiedad y el mal gusto, y se fue dejando atrás
todo aquello sutil y elegante. Y un día la Belleza fue injuriada y decidió
marcharse, y ya no hubo salvación.
Desde hacía tiempo el Conde y yo nos sentíamos
completos extraños en la sociedad; pero no era nada más que un sentimiento no
poco frecuente en las almas elevadas y sensibles. Ahora sin embargo ese sentimiento
se había materializado en algo casi tangible, algo agresivo que mental y
físicamente quería destruirnos.
Esa masa de gente… ¿qué era aquello? Era la materialización de lo
que ha llegado a convertirse el ser humano, estoy seguro. Es como si hubiéramos
asistido al espectáculo de una metáfora. ¿Habíamos
tenido ambos una misma alucinación? Era poco probable Pero ¿acaso importaba? Todo lo que estaba ocurriendo era auténtico,
y eso bastaba.
Estábamos en mi librería, y fuimos por instinto
al lugar donde reposaban en silencio mis libros favoritos. Allí se respiraba un
olor que me resultaba maravilloso: ese olor que desprende un libro viejo al
abrirlo y que resulta inconfundible; que lleva la mente a esas páginas
amarillentas, a esas tapas duras con algo de polvo, quizá, y a todas esas
palabras que juntas, poseían magia y tenían vida propia. En ese rincón la
atmósfera parecía fresca y revitalizaba los pulmones: era como volver al
hogar. Allí encontramos calma y paz.
De repente un libro se cayó al suelo y se
abrió. Una luz pequeña pero muy intensa emergió de entre las páginas y atravesó
intangible el techo hasta perderse de nuestra vista. No dije nada, ni tan
siquiera sentí extrañeza, pero pensé: ¡otro que
parte! Si, se estaban yendo. Estaban muriendo. Aquellos espíritus nobles,
aquellos grandes hombres se marchaban para siempre. Recogí el libro: sus
páginas estaban en blanco ahora. El Conde Ralf me miró con preocupación y
tristeza. Hablamos durante un rato, llenos de pesar y augurando lo peor, y
luego él regresó a su mansión.
La vida transcurrió como un sueño durante
aquellos días. Ahora había algo irreal en todo lo cotidiano, como si el mundo
hubiera pervertido ciertas normas del orden natural y la realidad se perdiera
entre la fantasía, una fantasía oscura que se conjuraba para reducirnos a
cenizas. El cielo no había dejado de estar nublado, gris plomizo. La gente
hablaba poco, sus miradas se nos antojaban extrañas, se mostraban esquivas y
podíamos detectar en su actitud cierta animadversión hacia nosotros. Nos
vigilaban, estoy seguro. Lo sentíamos como el que siente la presencia de
alguien acechando aunque no le pueda ver.
Yo no podía concentrarme en nada. Mi mente
había quedado vacía, como un reloj que se detiene. Me encontraba muy abatido y
preocupado. Y me había dado cuenta de que me vigilaban mis clientes. Las
ventanas de mi tienda estaban vigiladas: no pocas veces descubrí a un tipo
mirando, cuyo rostro parecía una masa de arcilla deforme, y cuyos ojos
ligeramente oblicuos trataban de escrutar mi comercio. A veces pensé que era
fruto de mi imaginación, pero le veía continuamente, a todas horas…no miraba el escaparate, me miraba a mí, una mirada del todo
repulsiva. Yo me encontraba en una especie de shock anímico y mental que no me
dejaba reaccionar. Lo que presenciamos durante aquella tarde no podíamos
olvidarlo. Desde aquel día, sentíamos una amenaza imprecisa, algo
que no dejaba de vigilarnos noche y día. Y ambos nos sentíamos aislados, cada
vez más solos, en un inexplicable estado de laxitud e indolencia. El mundo
gritaba algo incomprensible, un alarido malsano cuya finalidad era expulsarnos
de su seno, como si fuéramos extraños, como si ya la vida nos despojase de su
abrazo.
Poco a poco todo esto se fue agravando hasta
que se hizo insostenible. La gente no hablaba ya prácticamente nada con
nosotros. No manteníamos una conversación fluida con nadie. Las personas que
compraban en mi tienda apenas me dedicaban alguna frase de compromiso y de
trámites comerciales, y como digo, notaba cierto desprecio en sus ademanes. Sus
respuestas eran poco más que monosílabos. Nos evitaban, pareciera que no
querían trato con nosotros, pero sin embargo, no dejaban de
vigilar. Cierto día por la mañana, me encontré el escaparte de mi tienda echo
añicos, todo lleno de cristales. Doblando la esquina aparecieron unos jóvenes
con una música a todo volumen que me causaba repulsión, y una actitud estúpida
en sus semblantes, carentes de emociones. Creí ver un rostro como de
arcilla en uno de ellos, pero no soy capaz de precisarlo. Sólo sé que les odié.
Pasaron sin más y volvió el silencio, un silencio incómodo: era como escuchar
un murmullo tenebroso e incesante que crispara los sentidos, pero sin oír nada.
Entré en mi librería, estaba todo intacto… salvo la sección del fondo de mis libros favoritos. La
habían tirado, derribado, habían arrancado hojas, incluso habían quemado varios
ejemplares: un círculo de cenizas sobre el suelo de madera dejaba patente el
terrible acto. Avisé al Conde Ralf, que se apresuró en venir, mientras yo me
desplomaba en el suelo entre rabia y tristeza.
Estuvimos hablando de estos sucesos un buen
rato. No había nadie en la calle, no se oía nada, a pesar de ser de día. Recogí
los libros que se habían salvado, y los metí en un maletín. Me fijé que ya en
varios ejemplares las páginas se habían quedado en blanco, vacías, sin rastro
de una sola letra. Sentí un nudo en el pecho, me invadió una melancolía
inefable al cerrar el maletín. Nos apresuramos a partir hacia la casa del Conde
Ralf.
Dormí en su casa aquella noche. A la mañana
siguiente el Conde tenía una ponencia en la universidad muy temprano. Yo no
pude conciliar el sueño, terribles pesadillas me asaltaron y me encontraba en
un estado de alteración horrible por los acontecimientos recientes. Veía masas
de gente, veía rostros deformes, demonios que bailaban, y la Peste profanando
la Belleza. Escuchaba gritos, versos que morían, almas que imploraban, y el
lamento de la inocencia que agonizaba. Sentía; sentía el frío de la muerte, el
vacío de la nada que abrasaba mi corazón y llenaba mi pecho de una angustia
infinita. ¡Qué terribles momentos!
Cuando al fin logré dormir el sol ya había
comenzado a asomarse. Me desperté pasado el medio día. El Conde aún no había
regresado. No se oía nada, como si el mundo hubiese muerto. Y digo muerto, más
que dormido, pues esa era exactamente la impresión que me daba. Yo
ya no era más que un fantasma, un extraño en un lugar que no me quería.
Me desplomé en el suelo, junto al maletín con mis libros. Las lágrimas surcaron
mi rostro y ardían por mis mejillas. Un horrible vacío se apoderó de mí y
empecé a sentir que me faltaba aire para respirar. Mis sienes palpitaban con
fuerza y mesé mis cabellos y grité de rabia. Tras esto, me serené un poco y
abrí el maletín como por inercia, y saqué un libro al azar. Lo sostuve
entre mis manos con cariño, con mimo. El olor añejo actuó como un bálsamo, y la
contemplación de aquellas páginas amarillentas me tranquilizó y me devolvió el
resuello. Como una casualidad, o quizá el destino, aquel libro tenía una
dedicatoria de mi padre cuando me lo regaló siendo yo un niño:
“Para Percy, estos versos inmortales que quizá algún día te
abran muchas puertas. Llévalos en tu corazón de oro. Con orgullo, tu caballero
S****”
Era un libro de poesía de la época romántica,
contenía varios autores que posteriormente llegué a idolatrar, pero
siempre a escondidas. Me levanté de golpe con algo vibrando en mi
pecho. Algo que vibraba con inusitado entusiasmo. Saqué todos los libros
del maletín. Cada vez más obras habían quedado en blanco. Se morían. Una
pequeñas luces salían de sus páginas y se perdían como el humo en el aire, y yo
sabía que era el arte que sangraba. Con una decisión que jamás habría
creído tener, busqué una pluma en la mesilla que había junto a mi cama, abrí
uno de aquellos libros y empecé a escribir en sus páginas. Sentí por un momento
que cometía una blasfemia, pues aquellos libros tenían algo sagrado para mí.
Pero no me detuve. Mi corazón me animaba seguir con fogoso ímpetu.
Escribí. Escribí sin parar con una emoción
desaforada. ¿Qué escribía? No lo sabía, no era dueño de mí:
las palabras fluían como un torrente desatado, con el mismo brío y con una
fluidez demencial, enérgica y desmedida. Ya no sentía miedo. No sentía soledad.
La tormenta se había desatado y el estruendo era el grito que salía de mil
almas que habían sido injuriadas y condenadas.
Por la noche llegó el Conde Ralf. Venía
cabizbajo, silencioso y resignado. Me miró, y no se extrañó de verme en la mesilla,
con la pluma en la mano que se movía rauda, rodeado de libros esparcidos por el
suelo. Me miró, digo, y una sonrisa muy pequeña pero muy reveladora
inundó su rostro como un haz de luz. Entonces vi brillar la emoción y la
esperanza en sus ojos.
-Coja los libros y váyase. Vienen por nosotros.
En mi ponencia me preguntaron por unos autores del pasado. Les hablé con
entusiasmo y despotriqué contra el arte actual, contra el vulgo falto de
sentimientos auténticos y su mediocridad banal y rastrera. Se levantaron de sus
asientos acusándome y lanzando improperios. Nombraron su librería y se mofaron
de los destrozos. Yo le defendí a usted; defendí la sensibilidad, la
libertad, defendí todo lo elevado, con tanta energía como jamás sospeché que
tuviera. Vienen por nosotros amigo mío. Somos los últimos. Coja los libros y
váyase. Siga escribiendo. Es nuestra única esperanza. Siga escribiendo esos
libros en blanco y devuélvales el alma. Yo me quedaré aquí y les haré frente.
Nos volveremos a ver, aunque no sea en este mundo, volveremos a encontrarnos, y
usted sabe muy bien dónde. Ahora no me replique y váyase, por mí y por todos
ellos. – dijo dirigiendo su mirada grave hacia aquellos
volúmenes esparcidos por el suelo.
No daba lugar a ninguna réplica. Recogí los
libros y los guardé en el maletín. Estrechó mi mano y su mirada era ahora clara
y tranquila, aunque un brillo ardiente delataba su profunda emoción. Sólo pude
sentir una admiración sobrenatural ante aquel gesto del Conde. Su persona
adquirió por unos instantes una dimensión de deidad; su espíritu se había
elevado tanto que daba vértigo contemplarlo. Las tinieblas, ahora que caían con
más fuerza, era cuando menos nos oscurecían, pues habíamos al fin despertado, y
nos alzábamos bajo un estandarte de luz que nadie jamás apagaría.
Salí velozmente de la casa del conde Ralf.
He seguido escribiendo en las sombras. Soy un
proscrito, un maldito que no tiene lugar en este mundo. Me escondo,
huyo de la gente, vivo como un animal acorralado, alimentándome de mis escritos.
Sé que mis palabras perdurarán, que estas páginas no caerán en el olvido. El
Conde Ralf me devolvió la esperanza, su sacrificio no será en vano. Sé que
alguien me escuchará, alguien me escuchará…
Dedicado
al gran Rafa, uno de los últimos caballeros, con profunda admiración y respeto.