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Entraba por la ventana, colándose entre los agujeros diminutos de la persiana, un madrugador rayo de sol. Era la señal de que el día comenzaba, un nuevo y caluroso día de primavera. Pufy abrió con lentitud sus pequeños ojos. Poco a poco su vista se fue aclarando y acostumbrando a la luz. Estiró perezosamente sus extremidades pequeñas y rechonchas a la vez que abría del todo la boca, lanzando un gran bostezo.
Miró en derredor. Estaba solo. Mila debería estar ya en el colegio. Él se encontraba donde la niña solía dejarle, donde más cómodo se sentía: en la cama, acurrucado en un hueco junto a la almohada. Allí solía pasar la mayor parte del tiempo, y a decir verdad, la mayor parte del tiempo lo pasaba dormido.
Agitó sus brazos, movió la cabeza redonda de un lado a otro, bostezó de nuevo y se dispuso a realizar una de sus visitas a la despensa para aplacar su glotonería con unas cuantas cucharadas de deliciosa miel.
No le resultaba grato ni, admitámoslo, fácil, lograr bajar de la cama e ir hasta la despensa, abrir el armario, quitar la tapa del tarro de miel y volver… Pero tenía hambre, y además era muy, muy goloso. Y el dulce recuerdo de la miel era suficiente estímulo para emplearse a fondo en tan ardua tarea.
Se acercó despacio al borde de la cama, dejó primero caer sus patitas y, como pudo, se asió con fuerza a las sábanas con sus brazos. Descendió un poco, miró hacia abajo de reojo, bajó otro poco, pero resbaló y cayó al suelo rodando patas arriba. Se revolvió y torpemente logró levantarse y ponerse de pie. Apenas se había hecho nada, su cuerpo redondo y blandito le protegía de las caídas, que, por otro lado, eran muy habituales. Suspiró, y con mirada decidida, dando cortos y veloces pasos, continuó su pequeño pero gran viaje.
Pufy, como quizás hayas adivinado, caro lector, era un pequeño osito. Pero no un osito cualquiera: Pufy era un osito de peluche.
Su tamaño apenas alcanzaba los 15 centímetros de altura. Su pelaje corto, suave como el terciopelo, era de un color amarillento bastante pálido, sin brillo, y daba la sensación de que hacía tiempo que no pasaba por un buen baño y aseo. Su cuerpo era algo así como colocar dos bolas, una encima de la otra: la de abajo, un poco más grande, estaba provista de una prominente y graciosa panza, y la sujetaban una patitas cortas y rechonchas, y en la parte alta, tenía unos brazos muy similares a sus patas pero algo más pequeños. Sobre ese cuerpo estaba su cabeza, de gran tamaño, redonda, donde lo primero que destacaba eran sus ojitos negros como pequeños botones, que siempre miraban con curiosidad y una mezcla de inocencia y ternura. Poseía un pequeño hocico poco pronunciado, que acababa en una nariz completamente negra. Su boca, igualmente, era una fina línea de color negro, pequeña, y mostraba casi siempre una leve e ingenua sonrisa. Su cabeza la coronaban dos graciosas orejitas redondas, suaves como el resto de su cuerpo, y del mismo color.
Si el lector ha observado la manera de andar de un bebé cuando comienza a dar sus primeros pasos, se puede imaginar cómo de inestable era la manera de andar de Pufy. Si a eso se le suma que no era lento, pero sí torpe, y apenas se dañaba al caer, (siempre que no fuese desde una gran altura, claro está), puede tener una viva imagen de cómo nuestro osito correteaba y brincaba, caía, volvía a levantarse y seguía avanzando como si nada. Y así una y otra vez. Su pequeño y redondo tamaño no eran lo más adecuado para desenvolverse en una casa, empero, él insistía, y no sin poco esfuerzo, solía lograr sus objetivos y salir airoso en casi todas las ocasiones.
La vida de Pufy era sencilla, tranquila, y muy feliz. Y es qye nuestro osito, para ser feliz, en realidad solo necesitaba tres cosas: miel, dormir y sobre todo, y más que nada, necesitaba cariño.
La miel, cómo acabamos de ver, solía él mismo ir en su busca, y si de camino caía algún dulce más, no le hacía ningún asco, claro está; dormir era su actividad favorita, pasaba la mayor parte del tiempo sumido en un profundo y placentero sueño. A veces despertaba, pero era tan perezoso que ni le apetecía moverse, y al poco rato, volvía a dormirse. Y el cariño…bien, todo oso de peluche que se precie tiene a un niño o una niña que le cuida, le mima, le abraza, le acaricia y habla con él. Y, por supuesto, el oso le devuelve todo ese afecto multiplicado por diez. Pufy no iba a ser menos.
Él tenía a Mila, una niña de ocho años que le cuidaba y le daba todo el cariño del mundo. Con ella vivía desde hace mucho tiempo, al menos, hasta donde su memoria alcanza.
Hablemos ahora brevemente de esta niña.
Mila pasaba mucho tiempo con Pufy. Hablaba mucho con él, y le hacía muchas caricias, le daba abrazos y dulce besos. Ella, al ser hija única, pasaba mucho tiempo sola con el osito, y sentía un grandísimo aprecio por él, pues era con Pufy con el único ser que podía hablar cuando sus padres se enfadaban con ella por alguna travesura, y la castigaban y la dejaban sola en su habitación, o cuando discutía con sus amigas y se ponía de mal humor. Y siempre que estaba triste, allí estaba Pufy.
Era muy felíz junto a su osito. Todos los miedos de Mila, su inseguridad, su tristeza…desaparecían cuando apretaba a Pufy contra sí, y lo estrechaba entre sus brazos. Sentía su pequeño cuerpo tan blandito como algodón, y el suave calor que desprendía, y esto le producía una sensación de inigualable paz, bienestar y felicidad. El osito trepaba por el cuerpo de la niña y le cogía las orejas, o se enredaba entre sus cabellos. También hacía volteretas (con escaso éxito y mucha torpeza, todo ha de decirse), que resultaban tan cómicas que hacían que Mila no parase de reír. Si la veía llorar, se acercaba y con sus bracitos de trapo intentaba secar sus lágrimas, y sonreía para que ella le viese y se alegrara. Pufy siempre estaba ahí cuando ella le necesitaba. Era su osito y le quería tanto como sólo un niño puede querer.
Pufy también veía a otras persona, gente grande, muy altos. Y a decir verdad, no le gustaban. Ellos parecían ignorarle, casi nunca le miraban ni respondían a sus educados saludos. Y por supuesto, jamás le trataban con cariño o afecto.
En cierta ocasión, recuerda nuestro oso, cayó rodando desde el armario de la despensa, tras fracasar en su intento de alcanzar unos tentadores pasteles. Una de aquellas personas reparó en él. Lo recogió del suelo, agarrándole por sus patitas, como si fuera “algo”, y sin mediar palabra, lo dejó con desdén y brusquedad sobre la cama de Mila. Pufy no comprendía por qué le trataban así, cuando él siempre era cariñoso y bueno con todos. La gente alta no le gustaba, todos ellos le ignoraban completamente, actuaban como si no le viesen, como si no existiera.
¡Mila jamás le trataba así! Siempre le tomaba entre sus manos con mucho cariño y ternura, y hablaba con él. ¡Oh, si! Hablaban mucho Mila y Pufy. A veces, cuando llegaba la noche y debía irse a la cama, la madre de Mila entraba en la habitación y le apagaba la pequeña lámpara que había sobre su escritorio, le decía que ahora debía dormirse y le daba un beso de despedida. Entonces su habitación quedaba sumida en una casi total oscuridad, y las sombras parecían cobrar vida y la rodeaban y se movían, aproximándose lentamente a su cama. Y Mila sentía miedo, mucho miedo. Así, a pesar de que prometía a su madre que se iba a dormir, en lugar de eso, abrazaba fuertemente a Pufy y comenzaban a hablar. Y Mila dejaba de sentir miedo. El osito le contaba historias de otros mundos, de lugares mágicos, de seres fantásticos, de ciudades de imposible belleza; y la niña escuchaba con atención y pasaba horas viajando por todos aquellos fascinantes lugares. Y se sentía reconfortada, y muy feliz, caminando por bosques de color esmeralda con árboles que hablaban, y ríos de agua cristalina en los que había ninfas con alas y otros seres, y un arco iris sobre el que se podía caminar y llegar a las nubes. Y de esta manera se quedaba dormida, y sus sueños eran dulces y bellos.
Y si has llegado hasta aquí, caro lector, es que tú también te has interesado por la sencilla vida de este osito de trapo. Mas has de saber que cierto día, nuestro protagonista vio su paz y su felicidad alterada…
Un día, Pufy despertó, abrió los ojos y sólo vio oscuridad. Se asustó, pues Mila tampoco estaba a su lado. Su cuerpo estaba todo dolorido y se sentía agotado. Se frotó los ojos varias veces, y los abrió de nuevo de par en par, tratando así de aclarase la vista. Pero la espesa oscuridad seguía rodeándolo. Y su cuerpo le dolía mucho. Apenas podía moverse.
“¿Dónde estoy? ¿Y Mila?”
Chof, chof, chof…gotas de agua golpeaban el suelo con un rítmico y monótono sonido regular. Parecía el goteo de un grifo mal cerrado o de una cañería averiada. Y eso era lo único que oía Pufy, ahora que intentaba aguzar sus sentidos para averiguar dónde se encontraba. El suelo era duro y frío, y el ambiente estaba lleno de humedad. No era la cama de Mila, de hecho, no era ni su casa. Y estaba completamente solo.
Asustado, no sabía qué hacer, pues jamás se había encontrado en una situación similar. Muy despacio, movió su pequeña pata y trató de avanzar entre la espesa negrura, a la vez que alargó sus brazos palpando el vacío para evitar chocar contra algún objeto imposible de ver. No encontró nada que interrumpiese su camino. Con más decisión, comenzó a andar sin saber a dónde iba, y entonces, al dar un paso, bajo sus pies solo encontró el vacío, y se precipitó entre las sombras.
Cayó rebotando, se golpeó dos o tres veces, volvió a rebotar, y al fin alcanzó el suelo, rodando como un ovillo de lana. Se recompuso rápido. Estaba muy asustado y mareado, y sentía su cabeza dar vueltas. Una vez en pie, y más relajado, distinguió una pequeña luz que se filtraba entre la oscuridad. Se dirigió hacia ella, ahora lentamente, cuidando cada paso que daba. Poco a poco fue descubriendo que la luz se colaba por una abertura… Era la rendija de una puerta que no estaba del todo cerrada. Con sus patitas y sus manos hizo palanca, con mucho esfuerzo, empujando con todo el cuerpo, hasta que logró separar la puerta lo suficiente para poder colarse por la rendija, y así, logró salir a la luz del día.
La calle. ¡Todo era tan grande para Pufy! Se acurrucó con miedo junto al muro del edificio del que había salido. Se pegó a la pared, mirando hacia arriba. Ante sus ojos pasaban personas de gran estatura: era la gente alta que él conocía, pero había muchos e iban caminando como muñecos de cuerda, a un veloz paso, sin reparar en nada más ni detenerse. Iban hacia algún sitio, cada uno parecía tener un objetivo, y lo perseguía como si hubiera sido programado para ello. Entre ellos ni se miraban, ni hablaban, y parecían estar molestos.
Más allá, solo veía coches y más coches y edificios grises de un tamaño gigantesco.
Miró a los lados, y decidió que debía ponerse a andar. Debía encontrar a Mila. Comenzó, así, a moverse calle arriba, tan rápido como sus patitas se lo permitían. Se sentía agobiado, nervioso, y tenía mucho miedo. Y por encima de todo, sentía una profunda soledad y una tristeza que jamás había conocido. No sabía qué dirección debía tomar, solo que debía avanzar, seguir corriendo. Jadeaba, se caía, se levantaba y seguía avanzando. Chocó varias veces con los pies de la gente alta, rodó por la acera, patas arriba, pero le daba igual, no parecía importarle. Se levantaba como si nada, y seguía avanzando. Nadie reparaba en él. Nadie parecía ver ni percibir aquella diminuta figura amarillenta de peluche que se movía tan rápido.
Necesitaba encontrar a Mila. A lo mejor ella le necesitaba a él. A lo mejor ella estaba triste y necesitaba abrazarle y hablar con él. No quería estar en esa ciudad, con esa gente. Quería volver a estar con Mila. Su vida dependía de ello.
Dejó que su instinto le condujera por entre las calles, dobló varias esquinas, cruzó varios pasos de peatones. Incluso atravesó un pequeño parque, aunque para él parecía una auténtica selva, abriéndose paso con mucha dificultad por el césped y entre los espesos matorrales. Estaba exhausto. Se sentó jadeando. Miró hacia arriba. La gente pasaba y pasaba, caminando rápidamente, sin mirar abajo. Nadie le hacía caso. Todos ellos parecían enfadados, molestos. Y su mirada era tan amarga… ¿Dónde estaba la dulce sonrisa de su Mila? ¡Cuánto la añoraba!
No podía quedarse allí, debía seguir avanzando. Se levantó de un salto y retomó de nuevo su carrera entre las calles. El cansancio se iba adueñando de su cuerpo, sus patitas cada vez flaqueaban más y perdía el equilibrio. Y de pronto, al torcer una esquina, la vio. Y comprendió todo lo que había ocurrido.
Era Mila. Pero ya no era la pequeña niña que, con tanto cariño, le cuidaba y le abrazaba. Ahora era una más de aquellas personas tan altas, que nunca le hacían el menor caso. Era toda una mujer. Su físico difería mucho del que él conocía. Evidentemente, era culpa del tiempo: raudo, sin pausa, nada le detiene y nadie es inmune a su paso.
La reconoció por su mirada: otrora tan dulce e inocente, tan fresca y sincera, tan radiante… y ahora, cubierta por una espesa niebla de indiferencia, tristeza y amargura. Pero el osito veía a través de ese oscuro velo. Porque sólo los animales, dicen, pueden mirar al infinito a través del mundo, cuando fijan la vista en el vacío y con imperturbable atención, escrutan algo que los humanos no podemos llegar a ver. Y aunque Pufy era de peluche, no por ello dejaba de ser un oso. Y de esa manera supo que aquella mujer era Mila.
Se acercó corriendo hacia ella, chillando. Se agarró a su tobillo y tiró del bajo del pantalón con todas sus fuerzas, a la vez que gritaba:
-¡Mila! ¡Mila! ¡Soy yo, aquí abajo!
Pero la mujer no miró. Ni se inmutó.
Pufy insistió, gritó más alto, golpeó sus tobillos y calló rodando. Estaba muy cansado, las fuerzas le abandonaban. Un último esfuerzo. Se colocó en su campo de visión, y agitó sus brazitos, mientras daba brincos y gritaba desesperado y muy nervioso.
Al fin Mila miró hacia abajo. Su mirada se detuvo donde estaba Pufy. Por un momento dirigió la vista hacia él con gran interés, mientras fruncía el ceño. Un instante después suspiró, apartó la vista, y agitó con ademán negativo la cabeza. Y siguió su camino, con cara de enfado, murmurando para sí algo ininteligible.
Ni le había visto El osito se sentó en el suelo y allí permaneció, observando como, poco a poco, la figura de la mujer se alejaba, haciéndose cada vez más pequeña hasta perderse entre el gentío.
Ella ya no le reconocía, como toda esa gente grande.
Se sentía un fantasma, perdido en un mundo sin sentido. Sus ojos se humedecieron. Con la ayuda de sus manos, se las arregló para volver a ponerse en pie, y siguió andando. Ya no llevaba rumbo ni sabía a dónde ir. Caminaba dando tumbos, lentamente, mirando al suelo, a la nada. Sólo quería escapar, huir de todo, alejarse de este mundo. Desaparecer. Quería desaparecer para siempre.
Y así fue cruzando calles y más calles…
Sintió calor y algo que le oprimía el cuerpo.
Pufy abrió los ojos de par en par, sobresaltado. Se encontraba apretujado con dulzura entre los brazos de Mila, en la cama de la niña. Ella dormía profundamente, y su rostro mostraba una suave sonrisa que transmitía paz y felicidad. El osito suspiró, calmado. Todo había sido un sueño. Ahora de nuevo se sentía seguro, y volvió a invadirle la alegría. Su cariño por la niña había aumentado todavía más. Con sumo cuidado para no despertarla, escapó de entre sus brazos, y se aproximó a su oído:
- Jamás dejes de ser una niña – le susurró Pufy. – Aunque crezcas de tamaño, nunca dejes de soñar, de tener ese entusiasmo, esa imaginación, esa alegría, y ese corazón tan grande y tan lleno de amor. Así, siempre estaremos juntos.
Y le dio un beso en la mejilla, y volvió a meterse entre sus brazos. Y Pufy y Mila fueron felices.
Enrique Rull Suárez