Derrumbándose en la noche las estrellas desde el cielo, sentí un abismo bajo mis pies, el frío del sepulcro, el canto de las hienas, el aroma de la muerte sobre mi lecho. Desperté luego de varias horas de sufrimiento en las que pensé que la muerte no era lo más horrible que me podía ocurrir. Desperté digo, aunque a decir verdad no me hubiera atrevido a jurarlo.
Mareado y cansado, mis piernas flaqueaban a cada paso. Sentía resbalar sobre mi rostro pequeñas gotas de sudor frío.
Me asomé a la ventana. No había nada. El aliento de la muerte embriagaba mis sentidos. Volví a tumbarme. Mi cabeza ardía como un horno, las venas hinchadas palpitaban en mis sienes a una velocidad asombrosa. Volví a hundirme en ese abismo. El cielo oscuro se abría ante mí y me engullía, las estrellas danzaban burlonamente en círculos, rodeándome y susurrando horrores indescriptibles con chirriantes voces.
Varios días sin comer y creo que sin apenas dormir. No distinguía el día de la noche. Todo era lo mismo.
Me dirigí por enésima vez a su cuarto. El fino olor de la madera nueva se mezclaba con la suave fragancia de las rosas frescas. Su cama vacía. No estaba allí. Nunca regresaría.
Algo me desgarraba por dentro con una furia animal, primitiva. Me resultaba casi imposible respirar, cada vez más difícil, como si me robasen el aire.
Salí a la calle. Arrastraba mi cuerpo entre serpenteantes caminos de gris asfalto, sucio y gastado. No sabía si era de día o de noche, no era capaz de distinguir…para mí sólo quedaba un inmenso vacío, un abismo infinito de terror, miedo y tristeza.
Regresé con otro ramo de rosas rojas como la sangre en mis manos, subí a su habitación, y lo dejé con sumo cuidado sobre la mesilla. Aproveché para retirar de un jarrón unas cuantas rosas que empezaban a marchitarse. Miré de nuevo a su cama. Vacía. Rompí a llorar sin encontrar consuelo.
Las sombras se deslizaban por el pasillo como formas humanas y sentía cómo me acechaban en la oscuridad. Me repetían lo mismo que mis amigos unos días atrás: “Debes olvidarla y seguir tu vida” “Debes ser fuerte y continuar” “En esta vida hay más oportunidades” – sus voces aumentaban de volumen, cada vez más, y resonaban en mi mente como un eco, cada vez más y me hacían daño, sentía mi cabeza a punto de estallar. Me volví gritando, y golpeé la pared del pasillo con todas mis fuerzas, con inusitada violencia, hasta que mis nudillos empezaron a sangrar.
Nunca entenderían. El infierno ha venido a buscarme y a acogerme en su seno. Ella fue el ángel que me sostuvo, ahora he caído en las llamas del terror, “en esta fiebre llamada vida”.
La primera vez que volví a verla de nuevo, llevaba el mismo vestido que cuando nos conocimos. Sonreía y me hablaba. Sus palabras eran dulces pétalos que acariciaban mi corazón y curaban las mortales heridas de mi ser. Pensé que era otro truco de esta vida que ahora discurría como una función de teatro totalmente ajena a mí, sólo dejándome participar en ocasiones para reírse de mi desdicha y hacerme ver lo superflua, vacía e insignificante que es la existencia humana. Pensé que era otra broma de mal gusto, destinada a terminar de enloquecer mi torturada mente.
Tocó mi mano. Sentí su tacto, tan suave, cálido, y sin embargo sentí frío; me vi por un instante sumergido en un manantial de ternura que ya no recordaba que existiera. Cerré mis dedos en torno a su mano, aferrándome con desesperación como si mi vida me fuera en ello. Tiró de mí y de pronto nos encontrábamos caminando por un sendero estrecho de césped joven y fresco, bajo la luz de un sol que proyectaba rayos de luz iridiscente que nos envolvía a ambos en una atmósfera casi celestial. No me planteé si soñaba o no. Todo era más real que la pesadilla llamada vida que dejaba atrás poco a poco. Cada paso que dábamos, más lejos me sentía de aquel mundo de terror y oscuridad.
Pronto estábamos ante una verde colina sobre las que se alzaba un castillo con torres de resplandeciente mármol. Las puertas eran de bronce con grabados de una belleza sin par, pese a sus extravagantes formas y disposición, lograban atraer mis sentidos de una manera única. Se abrieron con solemnidad y cruzamos el umbral.
Todo desapareció.
Miré a un lado y a otro. Oscuridad. Nada. Corrí a su habitación. Las rosas, la cama vacía. Mareado perdí el equilibrio y caí al suelo. Sentía mi cuerpo como un trapo, sin fuerza, no podía ponerme en pie. El abismo me tragó. Oí los gritos de los muertos, un torbellino de voces que desde la razón me imploraban que la olvidase. Oscuras formas me apretaban los brazos y yo luchaba por liberarme de su repugnante tacto. Me golpeaban y zarandeaban con locura, me decían cosas ininteligibles, y yo luchaba sin fuerzas para que me soltaran sus insolentes garras. Me negaba a ir con ellos con toda mi voluntad, sabía que me querían mantener prisionero en su maldito mundo de horror. Caí hacia el fondo dando vueltas, deseando gritar, deseando salir, huir; implorando la clemencia y misericordia de los dioses para que me arrancasen la vida de una maldita vez.
Abrí los ojos y solo había oscuridad. Mis músculos no respondían.
Volvía a verla. Sus labios se acercaron hasta encontrarse con los míos. Aliento de vida fue aquel beso, no sé si ya en la vida o en las mismas puertas de la muerte. Sentí elevarme como una pluma al son de una agradable brisa que otorgó nuevos bríos a mis miembros entumecidos, y dio alas a mi alma hecha pedazos.
Dentro del castillo había velas encendidas sobre candelabros de oro, que iluminaban con luces mortecinas las grandes estancias, llenas de pompa y de lujo. Las ventanas estaban cubiertas por enormes cortinajes de terciopelo de color escarlata, el techo abovedado estaba pintado con frescos de singular belleza y escenas que me hacían recordar el arte renacentista.
Giré mi cabeza hacia ella y percibí en su sonrisa una tristeza velada por la alegría del momento. En sus bellos ojos como perlas resplandecientes, unas gotas de enorme melancolía no dejaban de brillar. Me miraba fijamente. Tan frágil, cubierta por una extraña palidez enfermiza, sin embargo, nunca la había visto tan bella, tan pura; nunca había percibido esa aura que enamoraba mis sentidos y me cautivaba de tal manera que el tiempo parecía detenerse y mi corazón latía con la fuerza del trueno.
Fui a hablar, a pronunciar una palabra, mas ella hizo ademán de que permaneciera en silencio. Obedecí. Sus labios se aproximaron a mí cuerpo. Vi lágrimas desprenderse de sus ojos. Me besó, en los labios, en el cuello, tan dulce éxtasis de placer y de amor que pensé que iba a morir. Sus manos me acariciaron suavemente. Su cuerpo lánguido se oprimió con fuerza contra el mío.
Y de nuevo todo se fue. Oscuridad. Corrí como poseído por el demonio hacia su cuarto. Las rosas estaban marchitas. La cama vacía. No había nada.
En mi boca aún sentía el sabor tan delicioso de sus labios… Sangre. Había sangre en mi cuello. Me encontraba tan débil que apenas me había dado cuenta. El abismo se abrió otra vez. Sentía mi alma hundirse en el infierno. Todo daba vueltas, los recuerdos se mezclaban en una vorágine de imágenes terribles, de locura, donde formas que de humano no tenían nada, me arrastraban entre aullidos infernales, y una dama de indescriptible belleza me susurraba algo que no entendía. No sentía el suelo bajo mis pies. Mi cuerpo estaba flotando en un mar de oscuridad, en mitad de la nada, acosado por abominaciones sin nombre y espectros que tiraban de mí con fuerza hacia un lugar desconocido.
Abrí los ojos. Me encontraba tumbado en la cama, y percibí a mi lado una figura. Todo se fue aclarando poco a poco. Era un hombre de elevada edad, con bigote y gafas. Me sonrió. Se presentó amablemente, me dijo que era médico. Me dijo que ya me encontraba mejor. Que extrañamente los últimos días había perdido mucha sangre, y padecía una extraña fiebre, que me hacía tiritar, delirar y decir cosas incoherentes. Me dijo que la muerte de mi esposa me había afectado demasiado y que debía guardar reposo y serenarme, y no moverme ni realizar esfuerzos. En un rato, llegaría una enfermera para cuidar de mí. Así, se marchó, saludándome atentamente y con amabilidad.
No moví un solo músculo de mi cara. En cuanto me quedé a solas, me incorporé con gran esfuerzo, y me dirigí a su habitación. Las flores marchitas, la cama vacía. Pensé que me iba a marear, aún seguía muy débil, mas logré reunir fuerzas para salir a la calle.
Cuando regresé, deposité las rosas rojas en su cuarto, en la mesilla, y retiré las marchitas. Miré a su cama. Allí estaba ella, sentada, esperándome.
Sus ojos eran charcos de lágrimas, su mirada tan triste y lóbrega parecía implorar un perdón. Por sus labios aún quedaban gotas de roja sangre. Me dijo que me fuera, me lo pidió por su vida y por su alma. Me rogó de rodillas que me alejara. Y no le hice caso. Me arrastré hasta ella y la abracé y la besé con toda la pasión del amor, y dejé con gusto que bebiese mi sangre. Así, juntos, cruzamos el umbral de la muerte, y logré dejar atrás esa fiebre llamada vida.
Enrique Rull Suárez