El cielo era gris ceniza. El viento un feroz
huracán. Él era una sombra, era una fugaz sombra nada más. Su figura había
logrado alcanzar lo alto de la colina. Estaba exhausto. Su rostro marchito, su
mirada perdida, imbuida de una inefable tristeza. Difícilmente se mantenía en
pie. El viento arreciaba. La lluvia comenzaba a azotar el paisaje con gran
violencia.
Sus rodillas se doblaron. Clavó su espada en el
suelo y gritó. Un trueno restalló a la vez sobre el negro horizonte.
Había llegado arriba de la cumbre y allí
no había nada ni nadie. Él era el último, el último caballero. Nadie le
seguiría. Nadie le vería morir ni exhalar su último aliento. Sus ojos, anegados
en lágrimas, se alzaron hacia el oscuro cielo. ¿Suplicaba? ¿O era una
despedida? Sus fuerzas le abandonaban. Otro trueno y el olvido. Sus ojos se cerraron
para siempre.
La lluvia caía sin cesar y cubría su cuerpo inerte.
No sólo había
muerto un hombre. Con él había muerto mucho más. Con él se enterraban las
últimas esperanzas y sueños del ser humano.
Pero el mundo indiferente y despiadado sigue girando.
Sigue la vida, y ya ni cenizas quedan de
todo aquello.
Sólo algunos pocos le recordamos.
Allí yace enterrado el Último Caballero, junto a los sueños del ser
humano.
Sir Percy
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