lunes, 14 de noviembre de 2016

El Ciervo Blanco

                                     

         Algo se había movido furtivamente entre las verdes hojas de aquel roble. El cazador arengó a su corcel para que se lanzara al galope en aquella dirección. Las ramas y los arbustos iban haciéndose más densos, los árboles crecían en tamaño y en grosor y apenas podía distinguirse nada entre el follaje. El sol empezaba a declinar y el bosque comenzó a teñirse de  rojo como si estuviera ardiendo. No se oía nada, a excepción de los cascos del caballo y el crujir de las ramas que a duras penas iba apartando el jinete con su espada. Llegó a una zona más abierta, donde la vegetación parecía haberse retirado con solemnidad para dejar espacio a una zona de piedra gris, que se elevaba suavemente, apenas formando un pequeño montículo. Tiró de las riendas con fuerza y detuvo a su montura justo enfrente de dicha elevación. Un silencio de muerte reinaba en el bosque. La vegetación lo rodeaba todo impasible y silenciosa  ante la atenta mirada del cazador.
Trató por unos instantes de percibir algo: el más ligero crujir de hojas, el menor ruido de una rama al partirse, o siquiera, un leve eco de pisadas en la distancia. Nada. No se escuchaba nada. Todo el bosque parecía dormido y la oscuridad iba poco a poco volviendo a caer con su espeso manto, poblándolo todo de sombras y de misterios. Se cernía un silencio casi irreal.
Tiró de las riendas y el corcel dio media vuelta, dispuesto a regresar por donde había venido. Pero algo a sus espaldas llamó su atención. Era como si unas leves notas salidas de un piano hubiesen despertado en algún sitio, haciendo sonar una extraña y bella melodía, arrastrada por la suave brisa que la oscuridad había traído.
Giró de súbito, asustado y a la vez maravillado por tan increíble suceso. Y entonces lo vio: sobre el pequeño montículo de piedra gris, le miraba fijamente un hermoso ciervo de color blanco.
En un primer momento fue a echar mano de su arco, mas pronto desistió de tal acción. La música se había ido con la brisa, y allí estaban dos negros ojos fijos en él:  una mirada profunda y directa que se clavaba en las pupilas del cazador. El silencio envolvía la escena y daba un aire aún más solemne a aquel ciervo, que se erguía orgulloso, con su majestuosa cornamenta hacia el cielo estrellado. Su blancura brillaba y destacaba entre la oscuridad, y además el fulgor de la luna caía directamente sobre el estupendo animal, haciendo que pareciese emanar de su cuerpo un aura mágica de mil brillos, una auténtica danza de luces blancas.
El cazador permaneció unos instantes como hipnotizado. Por fin reaccionó, tomó sus riendas y se fue, dejando al ciervo atrás. Sus ojos,  acostumbrados ya a la oscuridad, y el fulgor generoso de la luna llena, unido a su gran instinto, hicieron que no le fuese difícil encontrar el camino de regreso a casa.  Pero apenas tuvo tiempo de reparar en el camino. Su mente estaba en otro sitio que poco a poco iba dejando atrás...

Los siguientes días los pasó el príncipe, pues se traba de un  príncipe,  en su castillo pensando en aquel ciervo, y en por qué no le había dado caza. A nadie habló de tal suceso, prefirió no decir nada incluso a aquellos amigos que normalmente eran fieles confidentes de sus más profundas  inquietudes. Su carácter se fue tornando más silencioso, más serio. Su rostro había adquirido un aire de extrema gravedad. Era  frecuente verle con la mirada perdida, absorto en sus pensamientos, sin participar en las conversaciones, alejándose poco a poco de la gente.  Se encerraba en sus aposentos, y pasaba días sin salir, ordenando que le llevasen la comida a su cuarto.  Y dejó de sentir el menor interés por todas las damas que acudían a los banquetes que solían darse en el castillo. La servidumbre estaba preocupada por él. Un cambio se había producido en el príncipe que tanto gustara de la caza y que ya no salía nunca a cazar.
¿Qué hacía el príncipe? Soñaba. Alguien le hablaba en sueños. En aquellas noches la luna irradiaba un aura mágica que antes él nunca viera con semejante intensidad, y podía mirarla fijamente durante horas y no se cansaba, sino que al contrario, sentía una especie de hermosa calma y sosiego. Y cuando al fin sus párpados reposaban tranquilamente, y el mundo material se desvanecía  como se desvanece el sol al anochecer, el príncipe escuchaba una suave voz, una especie de nana reconfortante y de extrema dulzura, a la que acompañaba una bella melodía semejante a las notas de un piano. Esa música no le era desconocida, pues ya la había escuchado antes en el bosque, el día que vio al ciervo blanco. Y cuando sus párpados se abrían, y debía volver a sus obligaciones diarias, a eso que algunos llaman vida, él seguía soñando. Y aún, como un suave eco palpitante, escuchaba aquella melodía, y a veces, creía oír una voz que le llamaba, más al volverse, no había nadie. No pocos momentos los pasaba mirando por la ventana, su cabeza reposando en su mano, como si mirase a un lejano horizonte que nadie más veía. Y llegó a confundir el sueño y la vigilia, de manera que apenas reconocía cuándo soñaba, y cuando estaba despierto. Y rogaba que nadie le molestase, que no le importunasen con los problemas de la corte.
Así pues el príncipe un día se despertó y dijo que ya no quería vivir en el castillo, ni ser príncipe, que se marchaba, porque debía buscar a alguien. Y entonces partió, con unas pocas provisiones, su caballo y su espada, y nada más. Y en el castillo todos dijeron que se había vuelto loco, o había sido embrujado, y mandaron a varios emisarios en su busca.
Las princesas y las damas quedaron muy consternadas, pues el príncipe era apuesto, y a pesar de su carácter meditabundo y solitario, poseía grandes riquezas y eran un gran cazador de contrastado valor y alta popularidad. Mas se decía que la belleza y la pompa de la corte nunca le llamaron realmente la atención, y este suceso, en opinión de las respetables damas, venía a confirmar la rareza del príncipe.



           
La primera vez que se encontraron fue junto al arroyo. El agua descendía cantando como cristal en movimiento, proyectando espléndidos colores en su superficie y reflejando una extraordinaria variedad de rayos solares que no parecían de este mundo.
Ella tenía un aspecto aniñado, aunque su cuerpo era de una adolescente. Su piel nívea y sus graciosas facciones, cierta languidez en su andar, y un brillo lleno de vida en sus espléndidos y grandes ojos negros, hacían que fuese fácil de reconocer entre las demás mujeres. Un largo cabello negro caía cual cascada de azabache sobre su espalda. Además era de baja estatura, más baja que la media de las mujeres.  De lejos bien podría confundirse con una niña. Él era un joven de rostro soñador, con cierta belleza por sus regulares rasgos, mirada profunda y carácter tímido, que se adivinaba por sus movimientos dubitativos y suaves.
La vio en la orilla. Ella había levantado ligeramente su sencillo vestido de color crema, y mojaba sus piernas de mármol en el agua fresca del arroyo. Al principio le extrañó ver a alguien en mitad de ese bosque. Y más aún a una joven tan hermosa, vestida de manera tan simple y totalmente sola. Le pareció muy bella. Sus ojos despedían vida, su cuerpo era delgado, pero sus formas eran dulces, armónicas y sensuales.  La caballerosidad del joven venció a su timidez, y le preguntó a la joven cómo estaba en medio del bosque sola, tan lejos de cualquier lugar seguro. Ella sólo sonrió, un ligero rubor cubrió su tez, salió del agua con asombrosa agilidad, no exenta de gracia, y se acercó al joven.
Así se conocieron, y aquel día cantaron y rieron bajo la luz del sol. Y entre los hermosos árboles que crecían espléndidos y llenos de vida en aquel bosque, jugaron y hablaron como si ellos dos fuesen los únicos seres del mundo. Por donde ella pasaba, las flores parecían sonreír, y las ramas de los árboles se inclinaban con una reverencia. El joven estaba maravillado. No soltaba su mano, y sentía en su pecho una pasión y una dicha tan grande y tan pura que era difícil de explicar. Hablaron con los animales, y se ocultaron entre las rocas, y dejaron que su piel reposara en la frescura del césped, que los acogía como un manto celestial. Arriba unas nubes de algodón adornaban el azul del cielo, que derramaba unos cálidos y vivificantes rayos de sol. Así permanecieron, tumbados, sin mirarse, sin hablar, pero jamás se habían sentido tan unidos a alguien. 
 Al fin él la besó, y casi se sintió mal, y se disculpó, porque ella era muy joven, y en realidad se habían conocido hace poco, aunque les pareciera que se conocían de una eternidad.  Mas su beso, a pesar de ser recibido con sorpresa, fue correspondido, y una mirada llena de ternura se dibujó en la muchacha, aunque sus delicadas facciones se tornaron serias y graves al momento.
Ella entonces habló, y le dijo que su nombre era Ruthane, y que le amaba. Pero también le dijo que ellos no podrían estar juntos pues pertenecían a mundos distintos. Y que él, al salir de aquel bosque, la olvidaría, y no volverían a verse ni a amarse. Y no debía buscarla nunca, pues ella pertenecía al Pueblo Blanco, que no es el nuestro de los humanos, si no otro al que apenas tenemos acceso.
El joven apenas escuchó, y le dijo que antes moriría mil veces que separarse de ella, que no regresaría jamás a su hogar, y que dispusiera de su vida como fuera oportuno, pero que él la acompañaría al mismísimo infierno.
Ruthane lloró. Sus lágrimas eran pequeños diamantes que se iluminaban ahora con el color del crepúsculo. La noche caía. De pronto su cuerpo empezó a desvanecerse, como se desvanece la niebla, como se desvanece el humo. El joven gritó, trató de abrazarla pero no lograba palpar nada físico ya. Ella dijo unas últimas palabras: “no les creas, confía en tu corazón, olvidarás todo, pero allá en el crepúsculo, allá donde danzan los elfos en el bosque inaccesible, me reconocerás, y si eres fuerte, y encuentras el idioma del Pueblo Blanco, me verás, y volveremos a amarnos.”
Encontraron al joven junto a un arroyo, presa de un horrible llanto y balbuceando cosas sin sentido. Era el joven príncipe, y fue atendido en el castillo. A la mañana siguiente, estaba totalmente repuesto, y nada del día anterior recordaba. Pensaron que se habría golpeado con algún guijarro cerca del arroyo o alguna caída por el denso follaje, o que debió ingerir algún fruto en mal estado.  Mas ya su salud estaba intacta y su humor era el de siempre, por lo que no dieron mucha importancia a este suceso.  
Varios años más tarde fue cuando acaeció el encuentro con aquel ciervo y la desaparición del príncipe.

De alguna forma sabía que su existencia no tenía sentido con la vida que llevaba en el castillo. Todo le parecía una mentira, una gran farsa. Detestaba a esa gente que hacía ostentación de sus lujos, de esas frívolas fiestas donde todos se comportaban como idiotas. Era como presenciar una auténtica función de teatro, un teatro grotesco. Las mujeres tan bellas como vacías, apenas lograban despertarle interés, nada había en su mirada, nada puro ni brillante ni elevado, ni un ápice de ternura y sinceridad. Las conversaciones le parecían insoportables, sobre temas intrascendentes, pedestres.. por eso casi siempre permanecía callado, y si podía, se excusaba, y escapaba a la torre más alta a contemplar la luna. Antes de su encuentro con aquel bello animal, pensaba el príncipe que su extraño comportamiento era su falta de madurez, y lo achacaba más a una inadaptación suya que a una carencia de los demás. Había tratado de sobrellevar estos aspectos como parte de su deber como príncipe, aceptando que debía llegar a ser como ellos, y tratando de disimular el disgusto que le producía el contacto con toda esa gente. Mas tras aquel encuentro, tuvo la firme convicción de que sencillamente todo era absurdo, un sin sentido, un vacío que se le hacía insoportable.
Entonces lo dejó todo y marchó hacia el bosque. Buscaba algo, algo cuyo eco sonaba en aquella dulce voz que le hablaba en sueños. Algo, un recuerdo que le perseguía incesantemente desde niño, pero que hasta ahora sólo había sido algo indefinido, apenas una extraña sensación que inquietaba su alma. Una vez acalladas las voces del castillo, podía oír mejor. Aquel ciervo blanco le había hecho recobrar la fe. Debía encontrarlo otra vez, pese a que en su primer encuentro le inspiró miedo. Si, fue miedo. A él, el gran cazador, el valiente príncipe. Pero no fue el miedo de algo ante lo que huir, sino el miedo de saber que su vida en el castillo sólo era una farsa, y que él buscaba otra cosa, y la certeza de por fin su alma había reaccionado.
Cuando llegó al bosque, todo parecía dormir. El día acababa de despertar, y aún el rocío en las hojas llenaba de brillos iridiscentes los espesos árboles. Espada en mano, se abrió paso ante la espesura, tratando de escuchar, tratando de ver algo. De vez en cuando, desmontaba ágilmente de su cabalgadura y examinaba el suelo en busca de algún rastro. Mas no encontraba nada. Siguió varias direcciones, atravesó espesos matorrales que arañaron su rostro, pero con idéntico resultado. Se sentía agotado y veía morir sus esperanzas. Así poco a poco fue llegando la noche. El crepúsculo llenó el bosque de mil tonalidades y sombras que parecían moverse por si mismas. El cielo ardía en fuego de diversos matices, y el bosque cobró un aspecto de irrealidad, semejante a un sueño, en el que los contornos de las cosas se perdían y se confundían entre sí. Pronto todo fue un festival de luces y sombras, y de extraños colores que no parecían de este mundo.
La voz en su cabeza resonó con mayor nitidez ahora: “Confía en tu corazón, olvidarás todo, pero allá en el crepúsculo, allá donde danzan los elfos en el bosque inaccesible, me reconocerás, y si eres fuerte, y encuentras el idioma del Pueblo Blanco, me verás, y volveremos a amarnos.”
El cansancio, la lucha mantenida tantos días, los nervios, quién sabe, hicieron que el príncipe cayese al suelo inconsciente. Y soñó. Volvió a soñar. Una melodía de gran belleza salía de la tierra. Unos pequeños seres de blanco pálido como la luna danzaban alegremente por el bosque. Sus pies eran  ligeros, su  aspecto era gracioso y  aniñado,  y unas finas alas salían de las espaldas de algunos. Ya el sol dormía y la luna resplandecía en lo alto, destellando con una fuerza extraordinaria.  Y aquellas criaturas danzaban y reían junto al arroyo. Las flores habían despertado en la noche, revistiéndose con sus mejores galas, parecía una auténtica primavera que hubiera llegado de repente. Los árboles agitaban sus ramas dócilmente y parecían sonreír, y una miríada de murmullos que llegaban de todas partes sonaba como en eco en el paisaje. Y la brisa jugaba suavemente con los cabellos de aquellos seres, y a veces, de manera traviesa, soplaba más fuerte, pero sin violencia, y aquellas criaturas con alas veían sus pies elevarse del suelo y flotar en el aire ante las  risas melodiosas de sus compañeros.
Y entre aquella fiesta de la naturaleza, de magia y extraños seres, una figura fue abriéndose camino. Parecía que la luna hubiese bajado del cielo y caminara suavemente hacía el príncipe. Las estrellas titilaban en lo alto, las risas, la música, y mil sonidos nocturnos acompañaban el suave caminar de la criatura cual maravillosa corte de un rey. Era un ciervo blanco, que se erguía orgulloso, y miraba fijamente y con  enorme dulzura al príncipe.
Despertó. Estaba en medio del bosque y aún era de noche. Los árboles estaban bañados aún por la espléndida luna, que colgaba muda en lo alto. Ya nada se oía. Las hojas dormían. La música había cesado. Todas las visiones parecían haberse desvanecido. Todo aquel extraño sueño había cesado. Todo, salvo una pequeña figura blanca de inefable pureza, con un cabello negro como azabache, una figura aniñada vestida con un sencillo vestido color crema, que sonreía con inocencia junto al arroyo. Ruthane. El príncipe corrió hacia ella y la tomó en sus brazos. Y las risas llenaron el bosque, y las lágrimas de ambos se mezclaron, lágrimas de felicidad que no podría expresarse con palabras. “Donde sea pero juntos” dijo el príncipe. Y ella asintió en un éxtasis de alegría. Las flores les saludaron, la música volvió a sonar, pequeñas personas blancas con alas salieron de detrás de los árboles,  rodeándoles y cantando,  y la luna les protegió con su espléndida luz en su camino hacia la eternidad.

Por varios días los emisarios del Rey recorrieron el bosque buscando al príncipe. Pero jamás le encontraron. Y nada vieron, ni escucharon. Ni siquiera cuando cayó el crepúsculo: ni las flores, ni la música, ni criatura alguna. Sólo árboles y más árboles mudos que dormían su sueño milenario. Y volvieron al palacio, a seguir con sus banquetes, sus fiestas, y sus quehaceres diarios.

                                                                                  Sir Percy.