domingo, 10 de octubre de 2010

La Historia de un Muñeco



El breve relato que me dispongo a narrarle, caro lector, está basado en hechos reales, y en otros hechos, que, aunque no sean reales, no dejan de ser verdad…

Se encontraba solo, en mitad de la noche, colocado sobre un cubo de basura. La triste y pálida luz de la luna caía espesa sobre él, iluminando a duras penas sus graciosos rasgos.
El ratoncito de goma miraba fijamente las tinieblas que le rodeaban, sin inmutarse.
Sobre el cubo de basura, su pequeña figura pasaba casi inadvertida para los escasos y distraídos transeúntes que caminaban por aquel oscuro callejón.
Se sentía muy triste ahora que había perdido a su mejor amigo, un niño de apenas tres años de edad, del que nunca se separaba. Recordaba cómo, accidentalmente, había caído del cochecito en el que iba sentado Jorge (pues así se llamaba su amigo) mientras su madre lo empujaba para ir a dar una vuelta. Había caído cuando el cochecito golpeó con un bache,  y ni la madre ni Jorge se dieron cuenta. Y permaneció llorando y gritando en mitad de la calle, hasta que una anciana señora lo recogió y lo dejó sobre un contenedor de basura, donde su pequeña figura era más visible. La afable señora, de bondadosos y arrugados rasgos, le dijo con una suave sonrisa: “espero que aquí arriba puedan verte, y te encuentre el niño al que perteneces, se pondrá muy feliz.” Y se marchó caminando lentamente, con una extraña expresión en el rostro que no era ni triste ni alegre, sino ambas cosas al mismo tiempo, y la mirada perdida en algún remoto y dulce pasado.
 La noche era cerrada. Una atmósfera de paz y extraña melancolía pesaba en el aire. Apenas el ruido, muy de vez en cuando, del motor de algún coche rompía el monótono y triste silencio. A veces era el eco de los pasos de alguien, que apresuradamente, cruzaba la calle sin mirar a ningún sitio. Pero nada más. El ratoncito se encontraba muy solo, esperando ver a Jorge de nuevo. Adoraba jugar con él. Y más adoraba sus abrazos. Incluso ahora echaba de menos sus mordiscos, que el niño le propinaba en ocasiones en el borde de sus grandes orejas negras, ¡aunque en verdad que últimamente ya comenzaban a hacerle daño! Pero sabía que no había maldad, que Jorge le quería de verdad. Y de la misma forma el niño sabía que el ratoncito le quería muchísimo ¡Ah, pero nadie era capaz de ver el alma de un ratoncito de juguete, nadie excepto un niño!
Y allí se encontraba, solo en la noche, maldiciendo su suerte, esperando ver de nuevo a su único amigo. Porque eran amigos, y los amigos no se separan por nada. El ratoncito sabía lo que era la amistad, desde que abandonó aquella tienda de juguetes donde sólo era uno más entre muchos ratones iguales; y aquel pequeño niño le hizo sentir distinto, especial, le dio cariño y amor. Y prometieron estar siempre juntos, y Jorge no iba a ningún sitio sin su ratoncito de juguete. Lo llevaba entre sus pequeños bracitos con torpeza y, algunas veces, ya que el niño era muy descuidado, lo había dejado olvidado mientas jugaban; pero siempre, en cuanto se daba cuenta, volvía corriendo a buscarle. Un día incluso, en el que el ratoncito pasó mucho miedo, llegó a dejarlo olvidado en un parque. Sus padres le dijeron que le comprarían otro igual, pero Jorge se negó, y lloró y lloró. Su madre, al fin, decidió volver al parque para tratar de encontrarlo; y lo encontró tirado junto a un banco, y lo llevó a casa., ¡Y cómo brillo la sonrisa de Jorge, con qué luz tan espléndida y radiante, al ver a su amigo el ratoncito en los brazos de su madre! Y cuando el ratoncito vio a Jorge, se percató de que lloraba a mares por él ¡Y cuán feliz se sintió el pobre muñeco de goma al ver cómo su amigo en verdad lo extrañaba y lo quería! Cesó el llanto, y una alegría inmensa de apoderó del hogar por completo.

Pasaban las horas, pero ni Jorge ni su madre aparecían. Pasaron unos jóvenes que, entre estridentes risotadas, bebían y decían bromas y tonterías varias, agitándose y golpeándose los unos a los otros. Les llamó pero no le escucharon.
Pasaron señoras y señores ya de respetable edad, muy bien vestidos y elegantemente arreglados, con trajes caros y de gala; fumaban y hablaban, y de vez en cuando alguno soltaba una carcajada a mayor volumen que el resto, mientras los demás en seguida le acompañaba y  aplaudían.  Les llamó pero no le escucharon.
Y pasó un señor mayor con el ceño fruncido que, con visible hastío de la vida,  paseaba a su pequeño perro. Le llamó, tampoco le escuchó. Y no volvió a pasar nadie más.
“Triste de mí, yo que sólo deseo dar cariño y amistad, todos me ignoran. Nadie me ve, tan sólo una anciana señora, cuyos recuerdos vuelven al amor verdadero, y un pequeño niño, que los hombres tienen por un ser sin educar, sin formar y sin sabiduría, y tanto se afanan en que aprenda, cuando me temo que debería ser al revés. Amigo mío, allá donde estés, sé que piensas en mi, y que mi ausencia no te deja conciliar el sueño, pues sin abrazarme no podías dormir; amigo mío, debes saber que siempre estaré junto a ti, pase lo que pase, pues yo existo gracias a tu noble e inocente corazón, y nada más. Y cuando crezcas, no seas como todas estas personas que veo pasar por la vida, pues todas ellas cerraron los ojos del corazón.   ”

El horizonte comenzaba ya a dibujar una línea de fuego que, poco a poco, se iba haciendo más grande e intensa, y el día comenzaba a brillar con su tenue luz. El sol, envuelto en su manto rojo, iba despertando de su sueño y, majestuoso, se alzaba hacia lo alto del cielo. La claridad matinal y la brisa fría y seca ya habían empezado a caer sobre el callejón. El ambiente estaba lleno de misterioso silencio y de la extraña paz que reina en la mañana, cuando aún la ciudad se está despertando perezosa, y todo permanece quieto y en calma.
Pero allí, sobre el contenedor de basura, lloraba el muñequito de goma. Veía cómo poco a poco, la luz retornaba, cómo el cielo cambiaba sus colores, y ya escuchaba el tempranero canto de algún pajarillo. La luz, un nuevo día, una nueva esperanza…
De repente, un hombre metido en un traje verde lo levantó con brusquedad, abrió el contenedor, y lo arrojó dentro.
Volvió la oscuridad más absoluta, esta vez para quedarse para siempre.


Enrique Rull Suárez