domingo, 20 de febrero de 2011

A un gatito... (Cuento)

“Pues el gato es enigmático y está familiarizado con las cosas extrañas que los hombres no pueden ver.”
Los gatos de Ulthar, H.P. Lovecraft

Amanece. Aún son débiles los rayos del sol y aún es pálida y lúgubre su luz, pero ya anuncian un día de intenso calor. Otro más en este sofocante verano.
El silencio es dueño de la calle. Le acompaña una inquebrantable quietud. Los pajarillos todavía deben permanecer dormidos, pues ni si quiera las bellas notas de sus cantos adornan el aire esta triste mañana. Su música alegre contrasta con la vida diaria. Les echo de menos.
A mi derecha, mientras asciendo por una calle vacía y gris, está el parque.
Juraría que está triste. Aquí las verdes hojas parecen vivir en un otoño eterno, pues aunque verdes, les falta la frescura y la vida de la primavera. Los árboles observan desde lo alto, con misteriosa calma y extraña melancolía, resignados a permanecer en soledad, rodeados de carreteras y descomunales edificios sin alma. Así me lo parece. Sigo subiendo por la calle, el mismo camino de siempre.
A mi izquierda, una interminable fila de coches aparcados y mudos; y la carretera, un desierto de asfalto sin rastro de vida.
Me conozco este camino de memoria. Día tras día lo recorro, siempre solo. Siempre el mismo paisaje, idéntico decorado. Y sin embargo no me canso de contemplar esos majestuosos árboles, ni de escuchar la alegre tonada de los pájaros, que en primavera y verano me suele acompañar. Aunque hay días que todo parece tan lejano y velado por una espesa niebla.
Cuando llegue al final de la calle en cuesta, me espera otra calle mucho más transitada; me espera el ruido de los coches, sus estridentes e incesantes pitidos, los motores acelerando, frenazos, insultos de algún conductor de mal humor... Es una atmósfera totalmente distinta a la que ahora mismo recorro. Allí, la vida de la gran ciudad, tan ruidosa, tan acelerada, tan fría; aquí, el triste silencio de un camino solitario, vacío y yerto.

Me quedaría a vivir junto a los árboles.

Silencio. Mis pasos es lo único que escucho. Parece que no camino por propia voluntad, sino que una fuerza surgida de la nada me empuja. Cansado, resignado, pensativo, con la mirada fija en el suelo, avanzo con pesadez y apatía.
De pronto, algo llama mi atención.
Muy lejano, es un gemido. En un primer momento no sé si es real o producto de mi mente. Es como un leve susurro tan dulce y a la vez tan triste que logra conmoverme. Miro a mí alrededor, pero no veo nada. ¿De dónde viene?

¡Otra vez ese gemido! Más fuerte e intenso, más dulce y más triste.
Mis pies se enredan en algo que es suave y cálido. Casi pierdo el equilibrio, pero consigo mantenerme en pie y miro hacia abajo.
Unos preciosos ojos como perlas se elevan desde el suelo hacia mí. Veo unas pupilas negras rodeadas de un iris de azul cristalino, con un brillo en el interior como el de las estrellas en una noche oscura. Me miran tan fijamente que olvido el mundo por un instante.
Un hocico pequeño y rosáceo, adornado con unos blancos bigotes que caen a los lados, y unas graciosas y puntiagudas orejitas, son el marco de esos ojos.
Es una gatito. Un gatito de color pardo con un pelaje más largo y lanudo de lo que suele ser habitual en los gatos callejeros. Su tamaño y sus maneras indican que es sólo un cachorro de muy corta edad.
Sus movimientos son torpes, sus andares no muestran demasiada agilidad o decisión, aunque no carece de la gracia y elegancia que caracteriza a estos felinos.
Contra mis piernas acaricia su lomo de tan suave pelaje. Sus maullidos no cesan, como si me implorase ayuda, como si quisiera que me detuviese a escucharle, mientras se enreda desesperadamente entre mis piernas, así que me tengo que detener para no pisarle o herirle, porque no me deja caminar.
No lleva consigo collar alguno, ni otra seña que le pueda identificar. Desde luego, no parece un gato criado en la calle, como tantos que abundan en la ciudad.
Desvío mi camino bruscamente, dejando al gato atrás, y acelero el paso. No debo distraerme o llegaré tarde. No puedo permitírmelo, ya voy con el tiempo justo. Intento ignorar al animal, haciendo como si no le hubiese visto.
Me sigue. Sigue maullando. Me alcanza.
De nuevo, acaricia su cuerpo, suave como lana, contra mis piernas.
De nuevo intento dejarle atrás y otra vez me alcanza. Otra vez se pega a mí.

Maldita sea, tengo que despistarle, no sé qué hacer con él, no puedo pararme a atenderle ni dispongo de tiempo para llevarle a ningún sitio. No, no tengo tiempo, no llegaré al trabajo. Me da lástima pero no puedo perder mi empleo sólo por un animal.
Me acerco a un cruce, aquí el tráfico crece y hay muchos coches que pasan ante mis ojos a toda velocidad, cortando el viento. El ruido aumenta y ya no oigo al gatito. El parque comienza a quedar atrás. Giro la cabeza y miro de reojo hacia abajo. Ahí está el pequeño animal, abriendo su diminuta boca sin que pueda escucharle ya, perdida su dulce voz entre el atronador ruido del tráfico.
Me vuelvo y veo a algunos coches pasar ante mí. Y más allá la gran ciudad. Espero un instante; ahora ya no pasa ningún coche. Ahora puedo cruzar. Una lucha en mi interior hace que mi alma se tambalee, el corazón me aprieta y el pecho amenaza con estallar. Un instante, un pie en el asfalto...El pequeño animal se ha quedado parado. Le miro de reojo, de nuevo, por última vez, dispuesto a engañarle, a cruzar la calle, a perderle para siempre.
No puedo.
Doy media vuelta, me inclino y le susurro: “¿qué tienes, pequeño? ¿Te has perdido? ¿Dónde están tu mamá y tus hermanitos?” Al tiempo que le acaricio esta vez yo, su pequeña cabeza de peluche.
Otra vez esos ojos fantásticos se elevan para hipnotizarme. Ahora no puedo moverme, no puedo apartarme de su mirada.
Comprendo. Quiere algo. Necesita a alguien. Necesita cariño. Entiendo su mirada, mejor que si su boca pudiera articular palabra alguna. Me inclino y con todo cuidado, alzo al animal del suelo y le rodeo entre mis brazos y le aprieto con suavidad pero con firmeza contra mi pecho.
Al diablo el trabajo.

Llevo ya un buen rato en pie, sin dar un solo paso, acariciando y besando y hablando a este gatito que apareció de la nada. Supongo que no soy más que un estúpido sentimental. Ya no me da tiempo a llegar a la oficina. El jefe me va a echar: ayer dijo que no pasaría ni una más. Tendré que comenzar a buscarme otro empleo. Lo haré. Sí, esta tarde buscaré algo.

Tanto tiempo caminando en la oscura ciudad, entre ruidosos coches y autobuses, sucios vagones de metro, calles atestadas de gente de amarga mirada, conduciendo el coche al borde de un ataque de nervios...trabajo, compañeros a los que poner buena cara, soportar las invectivas del jefe... comida en cinco minutos de pie y, de nuevo, atravesar, la ciudad para ir a dormir a casa... Estoy tan cansado…
Ya no logran conmoverme las trágicas noticias de los diarios de la mañana, ni la problemática vida de mi compañero de trabajo, ni tan siquiera la madre que llorando pide limosna, con su bebé en brazos, en los vagones del metro. Solo siento un fingida alegría en las reuniones y fiestas con mis compañeros, tan vacías y falsas como las palabras de cariño y las caricias de las mujeres con las que he estado. Demasiadas mentiras, todo tan predecible, vendieron su inocencia por placeres efímeros y coches caros, su vida es feliz porque es una alegre mentira. Siempre rodeado de tanta gente y más solo que nunca … no deseo seguir así.
Yo mismo me he vuelto tan frío … he aceptado mi realidad y la afronto día tras día sin inmutarme, apenas siento nada. La rutina diaria me ha acostumbrado a esta miseria. No sé en qué me he convertido. Estoy muerto en vida, tan vació, tan insensible….Ahora, ¡no sé por qué!, este gatito está derritiendo mi armadura de hielo. Al mirarle, mis sentimientos cambian. Creo que es su mirada, sincera y cálida. O quizá su inocencia, buscando cariño en un mundo tan frío. Él está solo, como yo. Creo que es igual que yo, en el fondo , no soy ese hombre que los demás ven a diario.


El suave ronroneo que sale de esa pequeña boca me llena de alegría. Sus ojitos tan dulces se entrecierran una y otra vez y la lengua rosada me lame la mano sin parar mientras le acaricio con ternura, y mis dedos se pierden entre ese pelaje tan suave y abundante. ¡Me siento tan reconfortado al acariciarle!
Su frágil cuerpo está apoyado contra mi pecho, puedo sentir su respiración y el calor que emana de él. Me siento como un niño, un niño que haya cobijo en los brazos de su madre tras haberse perdido. Es curioso, a su lado me siento más frágil y débil que él. En realidad, no sé quién necesitaba más a quién.
Me gustaría permanecer así, abrazándole, para toda la eternidad.

Una suave y familiar melodía inunda de repente mis oídos: los pájaros han empezado a cantar. El sol brilla en lo alto, radiante. Una dulce brisa se levanta y me envuelve con su agradable frescor. Las hojas de los árboles se mecen y se agitan, contentas, como si celebrasen algo, aún bañadas por el rocío que las hace brillar ante los luminosos y alegres rayos del sol. Los árboles mismos, juraría, parecen estar a mayor altura, como si hubiesen crecido. Alzo mi vista para contemplarlos. El gatito también gira la cabeza hacia arriba.
Majestuosos, con orgullo, se elevan sobre todo el paisaje.

Amanece. Aún es pronto. Aún hay tiempo para hacer muchas cosas. El gatito maúlla entre mis brazos. Le miro. Me mira. Ya no estoy solo. Regresamos a casa.

Enrique Rull Suárez

(versión revisada del original de Julio de 2007)