“Los
hombres de más amplia mentalidad saben que no hay una distinción clara entre lo
real y lo irreal; que todas las cosas parecen lo que parecen sólo en virtud de
los delicados instrumentos psíquicos y mentales de cada individuo, merced a los
cuales llegamos a conocerlos; pero el prosaico materialismo de la mayoría
condena como locura los destellos de clarividencia que traspasan el velo común
del empirismo chabacano” H.P. Lovecraft
Cuando abrí los ojos, supe que estaba todo perdido. Era de
noche, una noche vacía, una noche oscura como jamás había visto. En mi cabeza
sólo había fragmentos de recuerdos vagos e imágenes poco nítidas que con
inusitada presteza se desvanecían. Mis sentidos permanecían embotados y sentía
un horrible cansancio.
Ella ya no estaba conmigo. Pero no recordaba quién era ella, ni
por qué debería estar conmigo. Apenas recordaba nada. Toda mi vida, de repente,
había sido presa de un olvido absoluto, como si me hubiera sumergido en las aguas
del Leteo, no podía recordar absolutamente nada de mi pasado. Me
sentía extraño, flotando en mitad de algo indefinido, incorpóreo.
De alguna manera sabía que yo había sido un caballero.
Sabía que había logrado salvar la vida de una joven dama en un oscuro bosque.
Pero no recordaba nada más, e incluso eso datos se me antojaban lejanos y
envueltos entre espesas nieblas, como retazos de un sueño al despertar.
Caminaba por una angosta calle; creo que era una calle aunque no
lo puedo asegurar. Los muros que tenía a los lados se alzaban amenazantes como
moles de granito color ceniza, se alzaban hasta una altura que mi vista no
podía distinguir. La oscuridad era muy densa, y el suelo no parecía firme: mis pies se hundían como si caminase sobre barro y me costaba mantener el equilibrio
Nada se oía; un silencio absoluto y desesperante reinaba en
todas partes. Yo trataba de avanzar casi a tientas, guiando mis pasos sin saber
a dónde, pero tratando siempre de avanzar. Debía recordar, debía intentar recordar
mi pasado y qué hacía en ese extraño lugar.
El sudor perlaba mi frente y sentía una extraña opresión en mi
pecho. Caminé unos pasos más, casi a tientas, tratando de descubrir alguna
puerta o ventana en esos inmensos muros que me flanqueaban. No pude
encontrar nada. Poco a poco comencé a sentirme muy débil, mis piernas ya no podían soportar
mi peso, y mi cabeza no podía pensar y al poco tiempo me precipité al
suelo sin conocimiento.
Voces, canciones, risas. Todo eso llegó a mis oídos. Algunas
eran vagamente familiares. Todo daba vueltas, me era imposible fijar un
pensamiento. Grité desesperado pidiendo ayuda, pero ya no se oía nada. El
silencio había regresado. Me incorporé no sin dificultad, volví a gritar pero
nadie respondió. Empecé de nuevo a caminar, sin rumbo, aunque esta vez no había
muros, sino grandes árboles ocultos en una noche sin luna. La vegetación era
frondosa y tenía algo de repugnante, las raíces se enroscaban en
formas grotescas en el suelo, como si se tratase de extraños seres que se
retorcían acechantes. Sentí miedo, pero al mismo tiempo al fin en mi mente se
formó una imagen que veía con bastante nitidez: un colgante con un unicornio
blanco grabado. ¿Qué significaba aquello? Me resultaba muy
familiar, pero no podía relacionarlo con nada. Simplemente ese colgante, tan
real y familiar incluso, se me presentaba en medio de toda aquella oscuridad.
Me detuve en seco y concentré mis sentidos en aquella figura todo lo que pude.
Poco a poco, como el humo que el viento se lleva lentamente,
otras imágenes fueron cobrando nitidez y pude reconocerlas: el
rostro de Ella, un caballo blanco, un niño y una extraña habitación. Y algo
más: unas páginas en blanco y otras escritas y arrugadas y manchadas de
tinta.
-Es una pérdida de tiempo, amigo mío. Debería usar su tiempo
libre en hacer cosas útiles: fórmese, aprenda, organice viajes y conozca mundo…
-No me interesa lo que veo, me interesan mis sueños. Y quiero
darles vida.
-Bobadas, mire su situación, ¿Quién va a pagar el alquiler de su habitación, y la comida y el
resto de gastos? Su trabajo es precario, no llegará lejos en esa condenada
biblioteca.
-No quiero llegar lejos, mis aspiraciones son otras, no me
interesa la realidad.
- Sólo le aconsejo, como amigo suyo; es una barbaridad que haya
dejado de ir al trabajo dos días por escribir esa estúpida novela que nadie va
a leer. Siento que mis palabras sean tan duras, pero es preciso que recapacite.
¡Mírese! ¡Está débil, pálido, apenas se alimenta! ¡Está enfermo y lleno de quimeras y lo acabará pagando caro!
Voces en mi mente mientras luchaba contra la oscuridad y el
olvido. Poco a poco llegaban retazos de imágenes y conversaciones a mi cabeza,
cada vez con algo más de claridad. Pero ¿qué significan? ¿A quién pertenecían?
Seguía en ese bosque negro. Hacía frío, estaba aterido y apenas
lograba ver a un palmo de distancia debido a la espesa oscuridad. Sólo escuchaba
el crujido de las hojas al pisarlas. Todo era quietud, como un decorado
congelado e irreal. A veces todo comenzaba a moverse, a dar vueltas, y luego el
regreso de esa inquebrantable quietud. No lograba relacionar las
imágenes, ni las conversaciones; se me antojaban inconexas pero en el fondo
sabía que tenían algún significado y una lógica.
Caminé a tientas, despacio, entre los árboles del oscuro bosque.
De pronto, un sonido lejano atrajo mi atención. Parecía que el suelo temblaba.
Si, temblaba en un in crescendo continuo. Sin duda aquel sonido eran los
cascos de un poderoso corcel. Cada vez el sonido se escuchaba más cercano. Me
giré en la dirección de donde llegaba el repicar de los cascos y al poco tiempo
estaba frente a mí un magnífico caballo blanco con un cuerno sobre su frente.
Sus crines eran largas y refulgían como la plata, cayendo como una hermosa
cascada de luz sobre uno de los flancos del musculoso cuello. Su pelaje era de
un blanco tan puro que la nieve virgen sentiría envidia. Sus ollares exhalaban
un vapor como niebla debido al frío que reinaba en el bosque. Detuvo su galope
y me miró fijamente con sus ojos de refulgente ónice. Me quedé sin habla,
totalmente paralizado, pero no de miedo, sino por la certidumbre de que yo
conocía a ese animal. Salí pronto de mi estupor, y me acerqué al unicornio,
pero de repente se desvaneció como el humo, dejando un haz de luz en su lugar,
que poco a poco fue engullido por la oscuridad.
-Lo siento señor, su novela no nos interesa, no contiene ninguno
de los aspectos que venden. No hay contenido social alguno, no se interesa por
los problemas reales…
-No me interesan los problemas reales.
-Lo siento señor, leí los primero capítulos y no encaja con
nuestra filosofía ni con lo que vende y reclama el público.
-Muy bien señores, ha sido un placer.
Ya no estaba en el bosque. Ya no estaba oscuro. Los rayos de sol
se derramaban en el cielo, y caminaba por una llanura de pastos verdes. El
rocío bañaba la hierba, que resplandecía como si estuviera cubierta de piedras
preciosas. En el horizonte se dibujaba un arcoíris, inmenso y espléndido, como
un milagro del cielo. Conocía ese lugar, lo conocía bien pero no podía recordar
nada más. Avancé a paso rápido, con una gran emoción dentro de mí. Necesitaba respuestas,
necesitaba saber quién era yo. Al rato, pude ver una pequeña y acogedora cabaña
de madera. Tenía un tejado de pizarra, algo gastado, y unas ventanas pequeñas y
oscuras. Me acerqué y llamé a la puerta. Al instante, un anciano de
aspecto afable, con barba blanca, ojos claros y cabello
cano, me abrió y me saludó con gestos bondadosos y plenos
de alegría, como si me reconociese y ello le produjera una enorme felicidad. Yo no sabía quién
era, pero si sabía que le amaba, y que a él le debía todo. Me preguntó algo, pero
su voz no llegaba a mis oídos. Él no dejaba de hablarme; sin embargo yo
no podía oír nada, sólo miraba atónito cómo sus labios se movían sin producir
sonido alguno. Me encontraba muy alterado y sin saber cómo reaccionar. Miré en
derredor: era una acogedora casita, con una chimenea al fondo, una mesa a mi
izquierda, y unos cuadros de bellos paisajes. Al fondo, una sencilla estantería
repleta de libros. Se respiraba serenidad y calma en cada rincón;
sin embargo, yo no podía sentir nada de esto, sólo una horrible agonía. Me
volví hacia el anciano y ya no estaba. No estaba él, y la mitad de la casita
había desaparecido en un vacío sobrecogedor, una especie de nada que hubiera
engullido la mitad de aquel lugar y todo lo que me rodeaba. Ante mí sólo se
abría un abismo de insondable negrura sobre el que flotaba un silencio como el
de un cementerio. No quedaba nada, las formas físicas se habían desdibujado y
se habían perdido en una oscuridad malsana. Vivía una pesadilla en la que nada
era real o irreal del todo, o así me parecía. Mi cabeza daba vueltas, mis
sienes golpeaban como tambores en mi cerebro, todo se mezclaba, el anciano, el
unicornio…
- Ustedes hablan con desprecio de las obras de ficción, y bien,
yo les pregunto, sin tan dignas de lástima son ¿cómo esas obras que
ustedes llaman ficción son las que han sobrevivido al olvido y a la muerte
durante siglos, y constituyen importantes pilares del ser humano? Ustedes se
levantan y tienen sueños, expectativas creadas por la imaginación, y viven por
y para ellas. La ficción, señores, es superior a la realidad, porque la ficción
sustenta la realidad en el ser humano. Es más, lo que ustedes llaman ficción es
la auténtica realidad puesto que es una creación real de
nuestra mente, como todo al fin y al cabo, aunque no pueda ser percibida a
través de nuestros vulgares y limitados sentidos. Es evidente que se precisa de
una enorme sensibilidad para entender esto, pues los que se arrastran como
animales siempre se burlarán de aquellos que sueñan. Ustedes denigran mis obras
y se burlan, las tildan de infantiles, pero tienen más vida que todos ustedes
juntos, pues mis obras perdurarán, mis obras vencerán a la muerte, vencerán a
la realidad, mientras que ustedes con sus convicciones pedestres y banales,
están condenados al olvido.
Salió dando un portazo. La lluvia caía en abundancia y en gotas
muy finas, como diminutas esquirlas de cristal a merced del viento. La calle
estaba oscura y apenas iluminada por la mortecina luz de una farola, que
desprendía un extraño fulgor amarillo difuminado por las gotas de agua. El
hombre, delgado, encorvado, se tambaleaba, y caminaba a duras penas. Al final
de la calle se desplomó como un saco de arena. Estaba pálido, con un aspecto
demacrado, los pómulos marcados en exceso debido a su delgadez. La figura
de un pequeño niño se aproximó a él.
-Señor por favor, yo amo sus historias. No deje de escribir. Por
favor.
El hombre, desde el suelo, entreabrió ligeramente los ojos; una
dulce sonrisa se dibujó en su pálido semblante, y en su mirada pareció brillar
una luz; y no sabría decir si eran gotas de lluvia o bien lágrimas aquello que
surcaba su demacrado rostro.
Estaba cabalgando. Mis piernas apretaban con fuerza los ijares
de un caballo blanco que galopaba enérgicamente a gran velocidad. Sus cascos
resonaban sobre la tierra como truenos lejanos. No era un simple caballo, ahora
podía darme cuenta: un poderoso cuerno de marfil de una dimensión considerable
sobresalía desde su frente. Sus crines plateadas se agitaban al viento como la
espuma del mar embravecido. Cruzábamos un valle, un enorme y verde valle, y
creo que era por la mañana a juzgar por la posición del sol. Al fondo en el
horizonte, entre la bruma, se alzaban unas montañas grises como enormes
monstruos durmientes. El viento resonaba en mis oídos y removía mi cabello. Me
sentía reconfortado, no sentía ninguna extrañeza de estar montando a todo
galope sobre un unicornio. En poco tiempo, habíamos alcanzado el pie de la
montaña y mi montura se detuvo. Bajé ágilmente y llevé mi mano a la empuñadura
de mi espada. Frente a mí se levantaban ejércitos de rocas grises que adornaban
el pie de las gigantescas montañas.
Y de pronto entre las rocas salieron unas criaturas de pequeño
tamaño, casi la mitad que un hombre.
-¿Dónde está ella? – grité, en realidad, sin ser dueño de mí ni saber muy bien lo
que decía.
El que parecía ser el líder de aquellos seres se adelantó y me
miró con tristeza.
De pronto, un ruido sordo, que se elevó hasta asemejar a un
formidable estruendo lo invadió todo. Las montañas se resquebrajaban
y caían sobre nosotros, como si hubieran sido meros castillos de arena: rocas
enormes empezaron desplomarse desde las alturas y no recuerdo nada más.
Hadas. Eran hadas lo que veía ahora al abrir los ojos. No podía
ordenar mis pensamientos, estaba sumido en una vorágine de situaciones e
imágenes que se alternaban en mi mente sin orden alguno, en apariencia
inconexas, pero todas ellas, lo sabía en el fondo, relacionadas y familiares.
Una diminuta mujer del tamaño de mi mano, con unas alas en la
espalda, revoloteaba antes mis ojos. Era muy bella, con unos rasgos suaves y
muy bien proporcionados, adecuados a su pequeño tamaño. Sus ojos eran de un
verde esmeralda, su cabello era rubio como el oro, y su piel de nácar parecía
muy delicada. Llegó otra volando a su lado, muy parecida, pero con los cabellos
negros y los ojos de brillante azabache. Agitaban sus alitas de cristal y me
observaban con mucha curiosidad. Sabía de alguna manera que ellas me habían
ayudado en el pasado.
Las podía escuchar aunque no moviesen para nada sus delicados
labios. En mi mente se formaban unas vocecillas tiernas y musicales, como una
especie de canto feérico que yo podía entender perfectamente. Me hablaron de
mis aventuras, me hablaron de ella, mi amada, y de mi padre, y me hablaron de
una gran tragedia más allá del muro del sueño. Había cosas que no lograba
entender, pero, insisto, todo me resultaba muy familiar y comenzaba a recordar.
Volví a ver el bosque, volví a ver el unicornio, y como envuelta en niebla, los
suaves y dulces rasgos de una muchacha…Me incorporé gritando.
-No es muy sociable, no le gusta la gente. Pasa demasiado tiempo
leyendo y escribiendo, y cuando no, se pasea en solitario con la mirada perdida
y parece ausente en sus caminatas hacia ninguna parte. Sale a pasear solo
incluso con niebla y lluvia, y dicen que a veces le han visto por el
cementerio. La semana pasada le invitamos a una fiesta pero educadamente
rechazó nuestra invitación. No hay quién le entienda. Las pocas veces que hablé
con él, apenas responde con monosílabos, y saca temas bien extraños: incluso me
da miedo. Tiene una excesiva imaginación. Creo que es aún muy inmaduro y un
poco lunático.
-Es un aburrido, un fracasado, uno de esos tipos
excéntricos que no han logrado nada en la vida y se permite el lujo de
despreciarnos. No respeta nuestros gustos y se cree superior al resto. ¡Oye, pásame otra cerveza, maldición! Hace una buena noche para
una juerga ¿Eh? Él seguro que estará encerrado en su
agujero con esos libros pasados de moda, más solo que la una. Por cierto ¿qué tal el nuevo amiguito de S.? Dicen que son algo más que
amigos. Ya me olía yo algo el otro día que fuimos a bailar. ¡Cuenta, cuenta!
Había visto su rostro y la había reconocido. Los cabellos
castaños caían a los lados de una cara llena de dulzura, de labios pequeños y
rosados, y unos ojos de miel que guardaban la luz de las estrellas en su
interior. Su nariz era pequeña y graciosa, y su frente amplia se asemejaba a
las de las esculturas griegas. Su esbelto y níveo cuello lo adornaba una cadena
de oro que terminaba en un colgante con la forma grabada de un unicornio, que
reposaba sereno sobre su bello busto. Era ella. Pero no sabía dónde estaba, ni
por qué razón no estaba junto a mí.
Ella miraba al vacío, apoyada en el marco de una gran ventana
con cortinas de color escarlata llenas de ribetes dorados. Fuera era de noche,
una noche tranquila y serena, donde se escuchaba con claridad el repetitivo
canto de los grillos, y la luz de la luna llena parecía derramar una irreal
cortina de suave y mansa luminosidad. Ella no veía ni escuchaba nada de eso. Su
mente estaba muy lejos, y yo podía ver toda la escena, incluso saber lo que
ella pensaba. Pensaba en mí. Pensaba en el tiempo pasado. Yo veía la escena en
mi mente como un perfecto cuadro. No sólo eso, podía también sentir aquella
escena. Y sentía una enorme pena, un daño en el alma que no podía ser reparado.
Vi aquellos bellos ojos llenarse de lágrimas, que como gotas de rocío sobre la
más hermosa flor, se deslizaban por las adoradas mejillas. Yo también lloré.
Traté de moverme o de gritar, pero mi cuerpo no respondía. No sabía si soñaba,
pero lo dudo; el dolor que sentía era terrible y amenazaba con ahogarme. La vi
caer sobre sus rodillas, y derramar sus sagradas lágrimas en el suelo, como una
bella escultura al amor derribada por los que odian, cometiendo el más grave
sacrilegio. Allí postrada, entre las sedas cristalinas que cubrían su dulce
cuerpo, lloraba y gemía de dolor. Y yo, de haber podido moverme, hubiera estado
con ella, en el suelo, ahora sagrado para mí, donde mi amada derramaba sus
lágrimas, y felizmente hubiera muerto junto a ella si eso significaba volver a
tenerla entre mis brazos.
¡Ah! Pero ¿Qué había pasado? El trágico cuadro se
desdibujó y volvía a ser engullido por un vacío, una nada sin forma definida de
oscuridad, de abismos y de caos. Ya no sentía mi cuerpo, era una conciencia que
no estaba en un cuerpo físico, y no podía moverme, sólo tratar de ver, con mi
mente, imágenes que llegaban y se iban.
La habitación estaba casi a oscuras salvo por la tenue luz de
una lámpara de pequeño tamaño, que descansaba sobre un escritorio. En ese
escritorio había un hombre con el rostro pensativo, mientras sujetaba un puñado
de papeles sobre los que recaía toda su atención. Se podía escuchar el tic tac
de un reloj, y de vez en cuando, el leve ruido de los folios al rozarse. Tomó
una pluma, tachó y volvió a escribir algo sobre el papel. Su mirada poseía en
esos momentos algo sobrenatural, extático; quizá algunos hubieran visto un
ligero atisbo de locura en aquel hombre, otros de genialidad. Sobre la mesilla
se podía distinguir la pequeña figura de adorno de un unicornio blanco. Y en la
pared colgaba, a modo de decoración, una hermosa espada llena de
ornamentos, de alguna época remota. Era cerca del amanecer y aquel hombre no
había pegado ojo. Su rostro presentaba una excesiva delgadez nada
saludable, y su incipiente barba delataba el descuido de varios días.
Lejos, en otra casa, en otra habitación, un niño leía unos
papeles con vigoroso entusiasmo. Terminó el último y miró por la ventana. Allí,
en lo alto de aquel negro cielo, colgaba la luna, proyectando su luz mística
que invitaba a soñar. El niño miraba a la luna, pero no veía sólo la luna: en
su cabeza se forjaba otro mundo de belleza infinita que hacía estremecer su
corazón. Florecían en su pequeño ser unos sentimientos tan elevados que él
mismo sentía que podía volar y ascender hacia los cielos; sentía que
el suelo no existía, que no había límite alguno, y a la vez brotaba en su pecho
la primavera más bella y delicada.
Allí estaba ella otra vez. No la veía, pero sentía la dulce
calidez de su piel sobre mí. Cabalgábamos en el unicornio. Ella abrazada
fuertemente a mi espalda, su respiración alterada y el fuerte latir
de su corazón llenaban mis sentidos. Estaba asustada, pero ya no tenía nada que
temer. Habíamos escapado de algo, algo incierto y nebuloso, algo realmente
horrible que no podía recordar. El unicornio nos llevaba a un lugar seguro.
Hacía poco que había amanecido y podía oír el canto alegre de los
pájaros. El robledal se extendía ante nosotros, lleno de hojas verdes y
sinuosas, que parecían saludarnos con entusiasmo mecidas por una brisa
reconfortante y embriagadora, trayendo perfumes y añoranzas de tiempos pasados.
Pensaba que era feliz; que el mundo era un lugar de belleza
plena ahora que ella estaba junto a mí. Acaricié el robusto cuello del
fantástico animal, y miré hacia el cielo con gran entusiasmo. Vi al sol brillar
y me pareció poca cosa al lado de mi felicidad.
Llegamos a una explanada, un lugar lleno de pequeñas rocas y
musgo cruzado por un río de cristal. Bajé del unicornio y la ayudé a desmontar
con sumo cuidado. Sus pies tocaron el suelo con elegancia y suavidad, y su
mirada se elevó hacia mí. Nos fundimos en un beso mágico. El
contacto de su cuerpo cálido me produjo una sensación de ternura infinita y de
enorme paz. De pronto sentí frío. Mis brazos ya no apretaban un cuerpo sólido.
Ya no sujetaban la hermosa figura de mi amada. El sol se ocultó, y llegó la
noche. El unicornio salió corriendo desbocado. Entre mis brazos no había nada,
ella había desaparecido. Miré en derredor: los árboles se desplomaban sobre el
terreno, creando un estruendo horrible, Caían como cadáveres y el suelo
temblaba en medio de la oscuridad. El río se agitó y sus aguas produjeron
enormes olas teñidas de sangre, que se bullían y desbordaban las orillas. Todo
empezaba a dar vueltas, y corrí desesperado gritando el nombre de mi amada. La
tierra se abrió, y caí por una grieta inmensa. Cerré los ojos. Voces, risas,
toda una vorágine de imágenes sin solución de continuidad invadían mi cabeza a
una velocidad extraordinaria. Y mientras caía, caía hacia la nada.
-Aquí no habita espíritu alguno. Todo esto se alza como una gran
mentira. La única verdad está en la Belleza, en la imaginación, en los sueños,
y en aquello oculto a nuestros sentidos. Por eso, pequeño, tú eres rico, y
ellos son pobres.
- Amo sus historias señor, siento que usted me entiende, siento
tantas cosas que no sé explicar…
El hombre se despidió del chiquillo y volvió a su casa. En el
buzón había un paquete: le habían devuelto su novela: nadie la quería publicar.
Entró en su habitación, fría como una tumba, y se tiró a la cama. Miró al
techo, y permaneció como hipnotizado un buen rato. Se levantó lentamente,
cansado, y miró la figura del unicornio que adornaba su mesilla,
junto a varios papeles. Cogió aquella figura, la miró con cariño, y
sus mejillas pálidas y ajadas fueron surcadas por lágrimas. Cayó sobre la silla
y arrugó los papeles con rabia, haciéndolos trizas entre sus puños, y partió en
dos con violencia su pluma, mientras las lágrimas no cesaban de caer. Sus
labios susurraron un nombre femenino, que se perdió entre gemidos y sollozos
desesperados.
El niño regresó a su casa.
-Cariño, pasas mucho tiempo encerrado en tu habitación y no
haces tus deberes. Ponte a hacerlos, tus notas han bajado mucho este año, y me
dicen los profesores que tienes problemas para relacionarte con los otros
chicos. No es sano, debes salir un poco más.
-Si mamá, lo siento, me esforzaré más. Ahora mismo voy.
El niño subió a su habitación, y sacó el libro del colegio.
Entre sus páginas había unos papeles, que extrajo con cuidado y cariño, y
asegurándose que su madre ya estaba atendiendo otras tareas, se puso a leerlos.
Era ya bien entrada la noche, y la luna brillaba en lo alto. El niño se asomó
por la ventana y miró hacia el cielo. Su pecho palpitaba con una extraordinaria
emoción: allí en lo alto, entre las estrellas, cabalgaban sobre un espléndido unicornio un caballero y su dama.
La caída no cesaba. Todo giraba muy deprisa y daba vueltas a una
velocidad abismal. De pronto se detuvo. Mi cuerpo estaba ahora tendido sobre algo
sólido: me encontraba tumbado sobre el suelo de algún lugar. No había sentido nada al caer
desde tan alto. Abrí los ojos: estaba en una extraña habitación, y vi un hombre
sentado sobre una silla, con la cabeza caída sobre el escritorio. No se movía
ni le oía respirar. Me acerqué. Estaba muerto. Su mano aún sujetaba la pequeña
figura de un unicornio y unos papeles arrugados. Los papeles estaban manchados de
tinta, junto a algo roto por la mitad;
a pesar de todo las manchas de tinta no habían afectado apenas al texto. La cara de
aquel hombre me resultaba familiar. Tomé los papeles y me puse a leer. Pronto
mi curiosidad se había transformado en una horrible certeza: estaba leyendo la
historia de un caballero que rescataba a una hermosa muchacha. Era mi historia,
era mi propia vida. Allí estaba mi
amada, el unicornio, las hadas, el bosque, mi anciano padre…estaba todo, y mi memoria volvía a recordar todo con claridad
según pasaba las páginas. Pero llegué a un punto donde no había nada más
escrito, tan solo papeles en blanco. La historia no había sido terminada.
Y allí estaba yo, perdido, pero sin embargo tan real como aquella
trágica figura que reposaba sobre la
silla, inerte e ignorada.