viernes, 30 de noviembre de 2018

La Última Historia


“Los hombres de más amplia mentalidad saben que no hay una distinción clara entre lo real y lo irreal; que todas las cosas parecen lo que parecen sólo en virtud de los delicados instrumentos psíquicos y mentales de cada individuo, merced a los cuales llegamos a conocerlos; pero el prosaico materialismo de la mayoría condena como locura los destellos de clarividencia que traspasan el velo común del empirismo chabacano” H.P. Lovecraft


 Cuando abrí los ojos, supe que estaba todo perdido. Era de noche, una noche vacía, una noche oscura como jamás había visto. En mi cabeza sólo había fragmentos de recuerdos vagos e imágenes poco nítidas que con inusitada presteza se desvanecían. Mis sentidos permanecían embotados y sentía un horrible cansancio. 
Ella ya no estaba conmigo. Pero no recordaba quién era ella, ni por qué debería estar conmigo. Apenas recordaba nada. Toda mi vida, de repente, había sido presa de un olvido absoluto, como si me hubiera sumergido en las aguas del Leteo, no podía recordar  absolutamente nada de mi pasado.  Me sentía extraño, flotando en mitad de algo indefinido, incorpóreo.  
De alguna manera sabía que yo  había sido un caballero. Sabía que había logrado salvar la vida de una joven dama en un oscuro bosque. Pero no recordaba nada más, e incluso eso datos se me antojaban lejanos y envueltos entre espesas nieblas, como retazos de un sueño al despertar. 
Caminaba por una angosta calle; creo que era una calle aunque no lo puedo asegurar. Los muros que tenía a los lados se alzaban amenazantes como moles de granito color ceniza, se alzaban hasta una altura que mi vista no podía distinguir. La oscuridad era muy densa, y el suelo no parecía firme:  mis pies se hundían como si caminase sobre barro y me costaba mantener el equilibrio
Nada se oía; un silencio absoluto y desesperante reinaba en todas partes. Yo trataba de avanzar casi a tientas, guiando mis pasos sin saber a dónde, pero tratando  siempre de avanzar. Debía recordar, debía intentar recordar mi pasado y qué hacía en ese extraño lugar. 
El sudor perlaba mi frente y sentía una extraña opresión en mi pecho. Caminé unos pasos más, casi a tientas, tratando de descubrir alguna puerta o ventana en esos inmensos muros que me flanqueaban.  No pude encontrar nada. Poco a poco comencé a sentirme muy débil, mis piernas ya no podían soportar mi peso, y mi cabeza no podía pensar y al poco tiempo me precipité al suelo sin conocimiento.
Voces, canciones, risas. Todo eso llegó a mis oídos. Algunas eran vagamente familiares. Todo daba vueltas, me era imposible fijar un pensamiento. Grité desesperado pidiendo ayuda, pero ya no se oía nada. El silencio había regresado. Me incorporé no sin dificultad, volví a gritar pero nadie respondió. Empecé de nuevo a caminar, sin rumbo, aunque esta vez no había muros, sino grandes árboles ocultos en una noche sin luna. La vegetación era frondosa y  tenía algo de repugnante, las raíces se enroscaban en formas grotescas en el suelo, como si se tratase de extraños seres que se retorcían acechantes. Sentí miedo, pero al mismo tiempo al fin en mi mente se formó una imagen que veía con bastante nitidez: un colgante con un unicornio blanco grabado. ¿Qué significaba aquello? Me resultaba muy familiar, pero no podía relacionarlo con nada. Simplemente ese colgante, tan real y familiar incluso, se me presentaba en medio de toda aquella oscuridad. Me detuve en seco y concentré mis sentidos en aquella figura todo lo que pude. Poco a poco, como el humo que el viento se lleva lentamente, otras  imágenes fueron cobrando nitidez y pude reconocerlas: el rostro de Ella, un caballo blanco, un niño y una extraña habitación. Y algo más: unas páginas en blanco y otras  escritas y arrugadas y manchadas de tinta. 


-Es una pérdida de tiempo, amigo mío. Debería usar su tiempo libre en hacer cosas útiles: fórmese, aprenda, organice viajes y conozca mundo
-No me interesa lo que veo, me interesan mis sueños. Y quiero darles vida.
-Bobadas, mire su situación,  ¿Quién va a pagar el alquiler de su habitación, y la comida y el resto de gastos? Su trabajo es precario, no llegará lejos en esa condenada biblioteca. 
-No quiero llegar lejos, mis aspiraciones son otras, no me interesa la realidad. 
- Sólo le aconsejo, como amigo suyo; es una barbaridad que haya dejado de ir al trabajo dos días por escribir esa estúpida novela que nadie va a leer. Siento que mis palabras sean tan duras, pero es preciso que recapacite. ¡Mírese! ¡Está débil, pálido, apenas se alimenta! ¡Está enfermo y lleno de quimeras y lo acabará pagando caro!


Voces en mi mente mientras luchaba contra la oscuridad y el olvido. Poco a poco llegaban retazos de imágenes y conversaciones a mi cabeza, cada vez con algo más de claridad. Pero ¿qué significan? ¿A quién pertenecían? 
Seguía en ese bosque negro. Hacía frío, estaba aterido y apenas lograba ver a un palmo de distancia debido a la espesa oscuridad. Sólo escuchaba el crujido de las hojas al pisarlas. Todo era quietud, como un decorado congelado e irreal. A veces todo comenzaba a moverse, a dar vueltas, y luego el regreso de  esa inquebrantable quietud.  No lograba relacionar las imágenes, ni las conversaciones; se me antojaban inconexas pero en el fondo sabía que tenían algún significado y una lógica.
Caminé a tientas, despacio, entre los árboles del oscuro bosque. De pronto, un sonido lejano atrajo mi atención. Parecía que el suelo temblaba. Si, temblaba en un in crescendo  continuo. Sin duda aquel sonido eran los cascos de un poderoso corcel. Cada vez el sonido se escuchaba más cercano. Me giré en la dirección de donde llegaba el repicar de los cascos y al poco tiempo estaba frente a mí un magnífico caballo blanco con un cuerno sobre su frente. Sus crines eran largas y refulgían como la plata, cayendo como una hermosa cascada de luz sobre uno de los flancos del musculoso cuello. Su pelaje era de un blanco tan puro que la nieve virgen sentiría envidia. Sus ollares exhalaban un vapor como niebla debido al frío que reinaba en el bosque. Detuvo su galope y me miró fijamente con sus ojos de refulgente ónice.  Me quedé sin habla, totalmente paralizado, pero no de miedo, sino por la certidumbre de que yo conocía a ese animal. Salí pronto de mi estupor, y me acerqué al unicornio, pero de repente se desvaneció como el humo, dejando un haz de luz en su lugar, que poco a poco fue engullido por la oscuridad.


-Lo siento señor, su novela no nos interesa, no contiene ninguno de los aspectos que venden. No hay contenido social alguno, no se interesa por los problemas reales
-No me interesan los problemas reales.
-Lo siento señor, leí los primero capítulos y no encaja con nuestra filosofía ni con lo que vende y reclama el público.
-Muy bien señores, ha sido un placer. 


Ya no estaba en el bosque. Ya no estaba oscuro. Los rayos de sol se derramaban en el cielo, y caminaba por una llanura de pastos verdes. El rocío bañaba la hierba, que resplandecía como si estuviera cubierta de piedras preciosas. En el horizonte se dibujaba un arcoíris, inmenso y espléndido, como un milagro del cielo. Conocía ese lugar, lo conocía bien pero no podía recordar nada más. Avancé a paso rápido, con una gran emoción dentro de mí. Necesitaba respuestas, necesitaba saber quién era yo. Al rato, pude ver una pequeña y acogedora cabaña de madera. Tenía un tejado de pizarra, algo gastado, y unas ventanas pequeñas y oscuras.  Me acerqué y llamé a la puerta. Al instante, un anciano de aspecto afable,  con barba blanca, ojos claros y cabello cano,  me abrió  y me saludó con gestos bondadosos y plenos de alegría, como si me reconociese y ello le produjera una enorme felicidad. Yo no sabía quién era, pero si sabía que le amaba, y que a él le debía todo. Me preguntó algo, pero su voz no llegaba a mis oídos.  Él no dejaba de hablarme; sin embargo yo no podía oír nada, sólo miraba atónito cómo sus labios se movían sin producir sonido alguno. Me encontraba muy alterado y sin saber cómo reaccionar. Miré en derredor: era una acogedora casita, con una chimenea al fondo, una mesa a mi izquierda, y unos cuadros de bellos paisajes. Al fondo, una sencilla estantería repleta de libros.  Se respiraba serenidad y calma en cada rincón; sin embargo, yo no podía sentir nada de esto, sólo una horrible agonía. Me volví hacia el anciano y ya no estaba. No estaba él, y la mitad de la casita había desaparecido en un vacío sobrecogedor, una especie de nada que hubiera engullido la mitad de aquel lugar y todo lo que me rodeaba. Ante mí sólo se abría un abismo de insondable negrura sobre el que flotaba un silencio como el de un cementerio. No quedaba nada, las formas físicas se habían desdibujado y se habían perdido en una oscuridad malsana. Vivía una pesadilla en la que nada era real o irreal del todo, o así me parecía. Mi cabeza daba vueltas, mis sienes golpeaban como tambores en mi cerebro, todo se mezclaba, el anciano, el unicornio


- Ustedes hablan con desprecio de las obras de ficción, y bien, yo les pregunto, sin tan dignas de lástima son ¿cómo esas obras  que ustedes llaman ficción son las que han sobrevivido al olvido y a la muerte durante siglos, y constituyen importantes pilares del ser humano? Ustedes se levantan y tienen sueños, expectativas creadas por la imaginación, y viven por y para ellas. La ficción, señores, es superior a la realidad, porque la ficción sustenta la realidad en el ser humano. Es más, lo que ustedes llaman ficción es la auténtica realidad puesto que es una creación real de nuestra mente, como todo al fin y al cabo, aunque no pueda ser percibida a través de nuestros vulgares y limitados sentidos. Es evidente que se precisa de una enorme sensibilidad para entender esto, pues los que se arrastran como animales siempre se burlarán de aquellos que sueñan. Ustedes denigran mis obras y se burlan, las tildan de infantiles, pero tienen más vida que todos ustedes juntos, pues mis obras perdurarán, mis obras vencerán a la muerte, vencerán a la realidad, mientras que ustedes con sus convicciones pedestres y banales, están condenados al olvido.  
Salió dando un portazo. La lluvia caía en abundancia y en gotas muy finas, como diminutas esquirlas de cristal a merced del viento. La calle estaba oscura y apenas iluminada por la mortecina luz de una farola, que desprendía un extraño fulgor amarillo difuminado por las gotas de agua. El hombre, delgado, encorvado, se tambaleaba, y caminaba a duras penas. Al final de la calle se desplomó como un saco de arena. Estaba pálido, con un aspecto demacrado, los pómulos marcados en exceso debido a su delgadez. La figura de un pequeño niño se aproximó a él.
-Señor por favor, yo amo sus historias. No deje de escribir. Por favor.
El hombre, desde el suelo, entreabrió ligeramente los ojos; una dulce sonrisa se dibujó en su pálido semblante, y en su mirada pareció brillar una luz; y no sabría decir si eran gotas de lluvia o bien lágrimas aquello que surcaba su demacrado rostro.


Estaba cabalgando. Mis piernas apretaban con fuerza los ijares de un caballo blanco que galopaba enérgicamente a gran velocidad. Sus cascos resonaban sobre la tierra como truenos lejanos. No era un simple caballo, ahora podía darme cuenta: un poderoso cuerno de marfil de una dimensión considerable sobresalía desde su frente. Sus crines plateadas se agitaban al viento como la espuma del mar embravecido. Cruzábamos un valle, un enorme y verde valle, y creo que era por la mañana a juzgar por la posición del sol. Al fondo en el horizonte, entre la bruma, se alzaban unas montañas grises como enormes monstruos durmientes. El viento resonaba en mis oídos y removía mi cabello. Me sentía reconfortado, no sentía ninguna extrañeza de estar montando a todo galope sobre un unicornio. En poco tiempo, habíamos alcanzado el pie de la montaña y mi montura se detuvo. Bajé ágilmente y llevé mi mano a la empuñadura de mi espada. Frente a mí se levantaban ejércitos de rocas grises que adornaban el pie de las gigantescas montañas.
Y de pronto entre las rocas salieron unas criaturas de pequeño tamaño, casi la mitad que un hombre.
-¿Dónde está ella? grité, en realidad, sin ser dueño de mí ni saber muy bien lo que decía.
El que parecía ser el líder de aquellos seres se adelantó y me miró con tristeza.
De pronto, un ruido sordo, que se elevó hasta asemejar a un formidable estruendo  lo invadió todo. Las montañas se resquebrajaban y caían sobre nosotros, como si hubieran sido meros castillos de arena: rocas enormes empezaron desplomarse desde las alturas y no recuerdo nada más.
Hadas. Eran hadas lo que veía ahora al abrir los ojos. No podía ordenar mis pensamientos, estaba sumido en una vorágine de situaciones e imágenes que se alternaban en mi mente sin orden alguno, en apariencia inconexas, pero todas ellas, lo sabía en el fondo, relacionadas y familiares.
Una diminuta mujer del tamaño de mi mano, con unas alas en la espalda, revoloteaba antes mis ojos. Era muy bella, con unos rasgos suaves y muy bien proporcionados, adecuados a su pequeño tamaño. Sus ojos eran de un verde esmeralda, su cabello era rubio como el oro, y su piel de nácar parecía muy delicada. Llegó otra volando a su lado, muy parecida, pero con los cabellos negros y los ojos de brillante azabache. Agitaban sus alitas de cristal y me observaban con mucha curiosidad. Sabía de alguna manera que ellas me habían ayudado en el pasado.
Las podía escuchar aunque no moviesen para nada sus delicados labios. En mi mente se formaban unas vocecillas tiernas y musicales, como una especie de canto feérico que yo podía entender perfectamente. Me hablaron de mis aventuras, me hablaron de ella, mi amada, y de mi padre, y me hablaron de una gran tragedia más allá del muro del sueño. Había cosas que no lograba entender, pero, insisto, todo me resultaba muy familiar y comenzaba a recordar. Volví a ver el bosque, volví a ver el unicornio, y como envuelta en niebla, los suaves y dulces rasgos de una muchachaMe incorporé gritando.


-No es muy sociable, no le gusta la gente. Pasa demasiado tiempo leyendo y escribiendo, y cuando no, se pasea en solitario con la mirada perdida y parece ausente en sus caminatas hacia ninguna parte. Sale a pasear solo incluso con niebla y lluvia, y dicen que a veces le han visto por el cementerio. La semana pasada le invitamos a una fiesta pero educadamente rechazó nuestra invitación. No hay quién le entienda. Las pocas veces que hablé con él, apenas responde con monosílabos, y saca temas bien extraños: incluso me da miedo. Tiene una excesiva imaginación. Creo que es aún muy inmaduro y un poco lunático.
-Es un aburrido, un  fracasado, uno de esos tipos excéntricos que no han logrado nada en la vida y se permite el lujo de despreciarnos. No respeta nuestros gustos y se cree superior al resto. ¡Oye, pásame otra cerveza, maldición! Hace una buena noche para una juerga ¿Eh? Él seguro que estará encerrado en su agujero con esos libros pasados de moda, más solo que la una. Por cierto ¿qué tal el nuevo amiguito de S.? Dicen que son algo más que amigos. Ya me olía yo algo el otro día que fuimos a bailar. ¡Cuenta, cuenta!


Había visto su rostro y la había reconocido. Los cabellos castaños caían a los lados de una cara llena de dulzura, de labios pequeños y rosados, y unos ojos de miel que guardaban la luz de las estrellas en su interior. Su nariz era pequeña y graciosa, y su frente amplia se asemejaba a las de las esculturas griegas. Su esbelto y níveo cuello lo adornaba una cadena de oro que terminaba en un colgante con la forma grabada de un unicornio, que reposaba sereno sobre su bello busto. Era ella. Pero no sabía dónde estaba, ni por qué razón no estaba junto a mí.   
Ella miraba al vacío, apoyada en el marco de una gran ventana con cortinas de color escarlata llenas de ribetes dorados. Fuera era de noche, una noche tranquila y serena, donde se escuchaba con claridad el repetitivo canto de los grillos, y la luz de la luna llena parecía derramar una irreal cortina de suave y mansa luminosidad. Ella no veía ni escuchaba nada de eso. Su mente estaba muy lejos, y yo podía ver toda la escena, incluso saber lo que ella pensaba. Pensaba en mí. Pensaba en el tiempo pasado. Yo veía la escena en mi mente como un perfecto cuadro. No sólo eso, podía también sentir aquella escena. Y sentía una enorme pena, un daño en el alma que no podía ser reparado. Vi aquellos bellos ojos llenarse de lágrimas, que como gotas de rocío sobre la más hermosa flor, se deslizaban por las adoradas mejillas. Yo también lloré. Traté de moverme o de gritar, pero mi cuerpo no respondía. No sabía si soñaba, pero lo dudo; el dolor que sentía era terrible y amenazaba con ahogarme. La vi caer sobre sus rodillas, y derramar sus sagradas lágrimas en el suelo, como una bella escultura al amor derribada por los que odian, cometiendo el más grave sacrilegio. Allí postrada, entre las sedas cristalinas que cubrían su dulce cuerpo, lloraba y gemía de dolor. Y yo, de haber podido moverme, hubiera estado con ella, en el suelo, ahora sagrado para mí, donde mi amada derramaba sus lágrimas, y felizmente hubiera muerto junto a ella si eso significaba volver a tenerla entre mis brazos.
¡Ah! Pero ¿Qué había pasado? El trágico cuadro se desdibujó y volvía a ser engullido por un vacío, una nada sin forma definida de oscuridad, de abismos y de caos. Ya no sentía mi cuerpo, era una conciencia que no estaba en un cuerpo físico, y no podía moverme, sólo tratar de ver, con mi mente, imágenes que llegaban y se iban.



La habitación estaba casi a oscuras salvo por la tenue luz de una lámpara de pequeño tamaño, que descansaba sobre un escritorio. En ese escritorio había un hombre con el rostro pensativo, mientras sujetaba un puñado de papeles sobre los que recaía toda su atención. Se podía escuchar el tic tac de un reloj, y de vez en cuando, el leve ruido de los folios al rozarse. Tomó una pluma, tachó y volvió a escribir algo sobre el papel. Su mirada poseía en esos momentos algo sobrenatural, extático; quizá algunos hubieran visto un ligero atisbo de locura en aquel hombre, otros de genialidad. Sobre la mesilla se podía distinguir la pequeña figura de adorno de un unicornio blanco. Y en la pared colgaba, a modo de decoración, una hermosa espada  llena de ornamentos, de alguna época remota. Era cerca del amanecer y aquel hombre no había pegado ojo. Su rostro presentaba una excesiva delgadez  nada saludable, y su incipiente barba delataba el descuido de varios días.
Lejos, en otra casa, en otra habitación, un niño leía unos papeles con vigoroso entusiasmo. Terminó el último y miró por la ventana. Allí, en lo alto de aquel negro cielo, colgaba la luna, proyectando su luz mística que invitaba a soñar. El niño miraba a la luna, pero no veía sólo la luna: en su cabeza se forjaba otro mundo de belleza infinita que hacía estremecer su corazón. Florecían en su pequeño ser unos sentimientos tan elevados que él mismo  sentía que podía volar y ascender hacia los cielos; sentía que el suelo no existía, que no había límite alguno, y a la vez brotaba en su pecho la primavera más bella y delicada.


Allí estaba ella otra vez. No la veía, pero sentía la dulce calidez de su piel sobre mí. Cabalgábamos en el unicornio. Ella abrazada fuertemente a mi espalda, su respiración alterada y el fuerte  latir de su corazón llenaban mis sentidos. Estaba asustada, pero ya no tenía nada que temer. Habíamos escapado de algo, algo incierto y nebuloso, algo realmente horrible que no podía recordar. El unicornio nos llevaba a un lugar seguro. Hacía poco que había amanecido y podía oír el canto  alegre de los pájaros. El robledal se extendía ante nosotros, lleno de hojas verdes y sinuosas, que parecían saludarnos con entusiasmo mecidas por una brisa reconfortante y embriagadora, trayendo perfumes y añoranzas de tiempos pasados.
Pensaba que era feliz; que el mundo era un lugar de belleza plena ahora que ella estaba junto a mí. Acaricié el robusto cuello del fantástico animal, y miré hacia el cielo con gran entusiasmo. Vi al sol brillar y me pareció poca cosa al lado de mi felicidad.
Llegamos a una explanada, un lugar lleno de pequeñas rocas y musgo cruzado por un río de cristal. Bajé del unicornio y la ayudé a desmontar con sumo cuidado. Sus pies tocaron el suelo con elegancia y suavidad, y su mirada se elevó hacia  mí. Nos fundimos en un beso mágico. El contacto de su cuerpo cálido me produjo una sensación de ternura infinita y de enorme paz. De pronto sentí frío. Mis brazos ya no apretaban un cuerpo sólido. Ya no sujetaban la hermosa figura de mi amada. El sol se ocultó, y llegó la noche. El unicornio salió corriendo desbocado. Entre mis brazos no había nada, ella había desaparecido. Miré en derredor: los árboles se desplomaban sobre el terreno, creando un estruendo horrible, Caían como cadáveres y el suelo temblaba en medio de la oscuridad. El río se agitó y sus aguas produjeron enormes olas teñidas de sangre, que se bullían y desbordaban las orillas. Todo empezaba a dar vueltas, y corrí desesperado gritando el nombre de mi amada. La tierra se abrió, y caí por una grieta inmensa. Cerré los ojos. Voces, risas, toda una vorágine de imágenes sin solución de continuidad invadían mi cabeza a una velocidad extraordinaria. Y mientras caía, caía hacia la nada. 



-Aquí no habita espíritu alguno. Todo esto se alza como una gran mentira. La única verdad está en la Belleza, en la imaginación, en los sueños, y en aquello oculto a nuestros sentidos. Por eso, pequeño, tú eres rico, y ellos son pobres.
- Amo sus historias señor, siento que usted me entiende, siento tantas cosas que no sé explicar
El hombre se despidió del chiquillo y volvió a su casa. En el buzón había un paquete: le habían devuelto su novela: nadie la quería publicar. Entró en su habitación, fría como una tumba, y se tiró a la cama. Miró al techo, y permaneció como hipnotizado un buen rato. Se levantó lentamente, cansado,  y miró la figura del unicornio que adornaba su mesilla, junto a varios papeles. Cogió aquella figura, la miró con cariño,  y sus mejillas pálidas y ajadas fueron surcadas por lágrimas. Cayó sobre la silla y arrugó los papeles con rabia, haciéndolos trizas entre sus puños, y partió en dos con violencia su pluma, mientras las lágrimas no cesaban de caer. Sus labios susurraron un nombre femenino, que se perdió entre gemidos y sollozos desesperados.
El niño regresó a su casa.
-Cariño, pasas mucho tiempo encerrado en tu habitación y no haces tus deberes. Ponte a hacerlos, tus notas han bajado mucho este año, y me dicen los profesores que tienes problemas para relacionarte con los otros chicos. No es sano, debes salir un poco más.
-Si mamá, lo siento, me esforzaré más. Ahora mismo voy.
El niño subió a su habitación, y sacó el libro del colegio. Entre sus páginas había unos papeles, que extrajo con cuidado y cariño, y asegurándose que su madre ya estaba atendiendo otras tareas, se puso a leerlos. Era ya bien entrada la noche, y la luna brillaba en lo alto. El niño se asomó por la ventana y miró hacia el cielo. Su pecho palpitaba con una extraordinaria emoción: allí en lo alto, entre las estrellas, cabalgaban sobre un espléndido unicornio un caballero y su dama.

La caída no cesaba. Todo giraba muy deprisa y daba vueltas a una velocidad abismal. De pronto se detuvo. Mi cuerpo estaba ahora tendido sobre algo sólido: me encontraba tumbado sobre el suelo de algún lugar. No había sentido nada al caer desde tan alto. Abrí los ojos: estaba en una extraña habitación, y vi un hombre sentado sobre una silla, con la cabeza caída sobre el escritorio. No se movía ni le oía respirar. Me acerqué. Estaba muerto. Su mano aún sujetaba la pequeña figura de un unicornio y unos papeles arrugados. Los papeles estaban manchados de tinta, junto a algo roto por la mitad;  a pesar de todo las manchas de tinta no habían afectado apenas al texto. La cara de aquel hombre me resultaba familiar. Tomé los papeles y me puse a leer. Pronto mi curiosidad se había transformado en una horrible certeza: estaba leyendo la historia de un caballero que rescataba a una hermosa muchacha. Era mi historia, era mi propia vida.  Allí estaba mi amada, el unicornio, las hadas, el bosque, mi anciano padreestaba todo, y mi memoria volvía a recordar todo con claridad según pasaba las páginas. Pero llegué a un punto donde no había nada más escrito, tan solo papeles en blanco. La historia no había sido terminada.
 Y allí estaba yo, perdido, pero sin embargo tan real como aquella trágica figura que reposaba  sobre la silla, inerte e ignorada.  


martes, 16 de octubre de 2018

Esbozo de un Gran Hombre


La mirada estaba fija en el horizonte, que se perdía entre tonalidades grises y rojizas allí donde mar y tierra se daban la mano.
Sin embargo, él no miraba el bello espectáculo del crepúsculo que caía sobre las aguas. Tampoco miraba las nubes grises que lentamente ocultaban el azul del cielo. Ni si quiera contemplaba la tranquila calma del inmenso mar.
Su mirada estaba perdida. Sus ojos se proyectaban hacia algo lejano, algo que parecía inalcanzable e inescrutable para cualquier otra persona. Sentado sobre la
arena, parecía una estatua que formara parte del paisaje.
No es posible describir los pensamientos de un hombre cuando es el corazón quien los guía, quien toma las riendas de la persona y le lleva donde le place, en un viaje tan amargo aveces, pero no exento de cierta dulzura que sólo la soledad y la melancolía pueden inspirar. A veces los pensamientos son demasiado profundos, insondables y sagrados.
El aleteo de una gaviota le sacó de su ensimismamiento. Respiró la brisa del mar y por un instante sintió que la vida llenaba sus pulmones. Sentado sobre la tierra mojada, las olas se iban alejando poco a poco; parecían perder fuerza y replegarse lentamente como un ejército vencido.
El mar posee la capacidad de hechizar a aquellas personas sensibles, haciendo que si son felices, aumente aún más su felicidad al contemplar la titánica y majestuosa belleza del gigante azul. Pero ¡Ay! Si en su alma mora la tristeza, este sentimiento puede verse agravado.
Caía ya la noche. No se había percatado del tiempo. Poco a poco, las sombras acudían desde su reino a devorar la luz, a regresar el mundo a las tinieblas. Se había levantado más viento, un viento frío y lacerante que llegaba del norte. Miró hacia arriba para ver las inmensas masas de nubes negras desplazarse a cámara lenta pero con decisión. ¿Hacia dónde? ¿Quién sabe?
El hombre se puso de pie. Su mirada era triste. Una leve arruga cruzaba su frente, y sus labios estaban ligeramente apretados en una mueca indescifrable. Su figura solitaria se recortaba ahora contra la oscuridad del horizonte. El olor del mar, la espuma de las olas, el frío…todo era como un sueño, una extraña irrealidad en la que se encontraba sin saber por qué. Mas sus pensamientos…aquellos rostros, aquellas palabras pronunciadas, aquellos momentos que ya no volverían, se clavaban en su corazón como una daga sin dejarle respirar. Qué lejano estaba ahora todo, pero el eco no cesaba. El tiempo atenúa las emociones, pero el corazón se encarga de avivarlas. Un hombre sensible sabe que el tiempo no tiene suficiente fuerza cuando se enfrenta a su corazón.
Al fin, dio la espalda al mar y comenzó a caminar. La oscuridad, la humedad del ambiente, la misma soledad, no se le hacían incómodas, ni si quiera llegaba a sentir el intenso frío que había acudido a la llamada de las tinieblas. La luna luchaba por brillar entre las negras nubes, y poco a poco, pequeñas gotas de lluvia comenzaron a caer. No había nadie. Su silueta se fue alejando, perdiéndose entre las sombras.
¿Quién era? Era un hombre. Era un hombre que había perdido la fe en los hombres. Un hombre en un mundo más frío que el viento del norte que soplaba. Un hombre cuyo corazón era tan profundo como el mar al que miraba. No es necesario saber más. ¿Quién soy yo para atreverme a atisbar sus penas, sus íntimos pensamientos, tales secretos sagrados que esas personas guardan con celo en su corazón?
Es algo tan sagrado como los misterios de ese mar bajo el oscuro cielo; tan sagrado como aquella luna que, entre negras nubes, luchaba por seguir brillando.
Dedicado a Antonio Pazos.
Sir Percy.

miércoles, 3 de octubre de 2018

Sueños desde el País de las Hadas




Veloz llega el otoño,
Como un leve susurro,
Un murmullo dorado
De hojas caídas,
De sueños enterrados.
¡Ah! Pero te recuerdo,
Poeta con ojos de ángel,
Corazón enamorado;
Entre la hojas yertas
Y  árboles desamparados,
Te recuerdo y siento
que aún queda esperanza:
Del todo la Belleza
No nos ha abandonado.

Sir Percy

El Último Caballero



         El cielo era gris ceniza. El viento un feroz huracán. Él era una sombra, era una fugaz sombra nada más. Su figura había logrado alcanzar lo alto de la colina. Estaba exhausto. Su rostro marchito, su mirada perdida, imbuida de una inefable tristeza. Difícilmente se mantenía en pie. El viento arreciaba. La lluvia comenzaba a azotar el paisaje con gran violencia.
Sus rodillas se doblaron. Clavó su espada en el suelo y gritó. Un trueno restalló a la vez sobre el negro horizonte. Había llegado arriba de la cumbre  y allí no había nada ni nadie. Él era el último, el último caballero. Nadie le seguiría. Nadie le vería morir ni exhalar su último aliento. Sus ojos, anegados en lágrimas, se alzaron hacia el oscuro cielo. ¿Suplicaba? ¿O era una despedida? Sus fuerzas le abandonaban.  Otro trueno y el olvido. Sus ojos se cerraron para siempre.
La lluvia caía sin cesar y cubría su cuerpo inerte.
No  sólo había muerto un hombre. Con él había muerto mucho más. Con él se enterraban las últimas esperanzas y sueños del ser humano.
Pero el mundo indiferente y despiadado sigue girando. Sigue la vida,  y ya ni cenizas quedan de todo aquello.
Sólo algunos pocos le recordamos.
Allí yace enterrado el Último Caballero, junto a los sueños del ser humano. 

Sir Percy

martes, 11 de septiembre de 2018

Los Últimos

                                             

   Había sido una semana muy agotadora y tenía muchas ganas de encontrarme con el Conde Ralf, amigo mío y profesor de universidad de excelente reputación, al que por circunstancias laborales hacía tiempo que no veía.
Necesitaba hablar y despejarme, pues el trabajo en una librería de cara al público resulta de lo más agotador. Para ser sincero no puedo decir que no me gustase, pues era un negocio familiar que heredé de mi abuelo materno, erudito y amante de los libros antiguos y extraños. En verdad yo adoraba los libros, pero no los que vendía.  Día tras día, manadas de gente se acercaban a mi tienda para comprar las cuatro insufribles vulgaridades de moda. Yo, por supuesto, despachaba esos libros como el panadero despacha las barras de pan.  La librería era en su mayor parte un conjunto de memeces sobre papel, una mezcolanza de mal gusto y realismo desagradable, alejado completamente del arte y la fantasía, quedando tan sólo un pequeño cobijo para los grandes clásicos, y un refugio, aún más reducido para aquellos autores malditos, precisamente mis  favoritos. La parte principal de la librería tenía estanterías blancas y grises, de un estilo muy moderno, todo metálico y frío, ampliamente iluminado con focos que caían sobre mostradores cargados con novedades vistosas y los libros más vendidos  para atraer a la gente, igual que las flores atraen  a los insectos. Caminando algo más hacia dentro, apenas visible,  en un recodo de luz más tenue y cálida, las librerías eran de madera oscura y algo vieja, con revestimientos dorados de formas exóticas;  y allí estaban los clásicos, y un poco más al fondo, en una zona marginada, reposaban aquellos escritores malditos que  no gozaban de ninguna popularidad. Una zona que apenas nadie visitaba y casi siempre estaba vacía, imbuida de una atmósfera extraña que transmitía soledad.
¡Ah! ¡Sí, qué grandes libros aquellos! Reposaban allí autores como Machen, Dunsany, Lovecraft, Poe, Turguenev, Nerval, Hölderlin…Títulos  épicos como “Enrique de Lagardère” o esa joya del gótico tan terrible “Melmoth el Errabundo”, o esa deliciosa obra de la íntima juventud “El Gran Meaulnes”; creo que ya sólo podían encontrarse en ese apartado rincón de mi librería. Ya nadie los compraba, nadie los leía. De hecho eran  mal vistos. Al menos los clásicos eran usados  de vez en cuando como fósiles para su estudio en la enseñanza, y para criticarlos con cinismo bajo el prisma de los prejuicios modernos; pero los autores malditos y minoritarios, los autores verdaderamente  imaginativos, habían sido apartados, completamente abandonados y postergados al olvido. 
El conde Ralf era una de esas pocas personas en nuestros tiempos que deleitaba sus sentidos con la prosa poética y enloquecida de aquellos autores condenados socialmente. Vivía en una gran mansión lo suficientemente nueva como para pasar desapercibida, aunque el interior contrastaba en gran medida con la fachada: unas espléndidas lámparas barrocas de varios brazos colgaban del techo, y las habitaciones estaban llenas de hermosos y extraños tapices. Los muebles eran de una madera vetusta pero noble, y no les faltaba ningún tipo de ornamentación.  Estudioso de varias lenguas, entre ellas algunas ya olvidadas, tenía una gran librería repleta de manuales de lingüística y libros de lo más variado, desde ciencias, hasta grandes clásicos, pasando por algunos autores malditos.  Por descontado, de esto no hablaba con nadie más que conmigo. Amaba los animales, compartía su mansión nada más que con dos gatos y el silencio que ofrece la soledad.  Era de porte elegante, alto y delgado, rostro más bien pálido y facciones nobles que de primeras  no mostraban nada especial, salvo que uno se detuviese a analizar su mirada: como en todo hombre inteligente, su mirada parecía proyectarse al infinito y estaba impregnada del inherente brillo nostálgico del soñador. Sus ademanes eran tranquilos y suaves; de pocas palabras, tenía una rica vida interior que pocas veces exteriorizaba. Su expresión era contenida y tibia, y casi siempre afable. Su voz era dubitativa, amable y dulce por lo general, pero cuando hablábamos con confianza, se llenaba de aplomo y seguridad.
Nos vimos la tarde del sábado, cerca de mi casa. Tras los saludos pertinentes y las preguntas rutinarias, nos pusimos a hablar como acostumbrábamos de temas más trascendentales. Hablábamos sobre la degeneración del arte y de los valores, y yo mostré mi rechazo a la zafia pantomima que hoy llamaban arte. No se veía bien la exaltación de sentimientos auténticos, ni el lenguaje o los valores elevados, ni nada que tuviera que ver con lo mágico y lo fantástico. Todo había sido igualado por lo bajo,  la zafiedad, la vulgaridad, el morbo y el mal gusto reinaban.  Y había que ser feliz de una manera totalmente artificial, precisamente de eso trataban muchos de los libros que yo vendía en grandes cantidades. Los escritores sinceros, los que dejaban que la tinta saliese como un volcán de sus entrañas, los que transcribían el idioma de los ángeles o los gritos del infierno no tenían cabida. Todo era falso, una carcasa vacía de mediocridad  adornada con una sonrisa falsa e hipócrita. Eso jamás sería arte.
 “Está usted casi sólo, amigo mío, la sociedad lleva otra dirección”. Me dijo mi buen amigo.  El conde Ralf en más de una ocasión, había amonestado mi efusivo desprecio hacia los tiempos modernos y mi carácter en exceso sensible y ardiente. Sin embargo aquella vez  no podía estar más de acuerdo conmigo. “¡Ay, mi buen Percy, qué lejos están las épocas en las que el arte era auténtico, dónde se ensalzaba al gran poeta o al músico virtuoso! Hoy día, la chusma ha cobrado voz y voto, y erige un monumento al primer mono de feria, prosaico, vulgar y soez, tan rápido lo ensalza, como lo entierran y pasa al olvido, sustituido enseguida por el siguiente payaso de turno! ¡Y ojo con criticarlo, que tratarán  sin argumentos de hundirte y te dejarán de lado! A veces, amigo mío, recuerdo los infames pasajes de Lautréamont y sus espantosos cantos de Maldoror ¡y pienso que tenía razón!”
«Mi poesía consistirá, sólo, en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura»
Clamé yo la cita en voz alta, como cerrando su vehemente discurso. El conde Ralf me miró con aprobación, pero al instante, cambió su gesto y me indicó que no volviéramos sobre aquel libro impío y blasfemo. Asentí, pues aquella obra era excesivamente desagradable hasta para mí, aunque reconozco que me causaba siempre una extraña fascinación.
Aquel día la calle estaba más solitaria que de costumbre. El sol se hundía lentamente en el horizonte y las sombras nos rodeaban como una mortaja oscura y asfixiante. Edificios grises y fríos se alzaban por todas partes, como gigantes de piedra en eterno silencio, desprovistos de alma. El cielo se iba tornando gris ceniza y las nubes, en grandes masas, se movían pesada y lentamente, y parecían querer ahogarnos. Por la carretera circulaban algunos vehículos, echaban humo y hacían un ruido molesto y todo el conjunto  resultaba muy poco agradable. Sentíamos los dos una sensación extraña, como una vaga amenaza, pero no queríamos hablar de ello. Era una sensación que quizá solo nuestras almas en extremo sensibles podían captar; era algo frío y opresivo, que nos hacía sentir un horrible vacío y desarraigo absoluto; nos hacía sentir extraños. Pero insisto, no queríamos hablar de ello.
Torcimos por una calle estrecha y mal iluminada para salir a una solitaria avenida principal. En las esquinas se amontonaba la basura fuera de los contenedores, desbordados de restos de inmundicia apestosa y gases metíficos que nos produjeron nauseas. 
En un bar de la calle de enfrente se podían adivinar siluetas que danzaban como monos, sombras en torsiones imposibles y ridículas, al ritmo de una música monótona y que resultaba enormemente desagradable por lo poco que, afortunadamente, llegaba a nuestros oídos. Más bien parecía un aquelarre alcanzando su paroxismo, y preparando el sacrificio humano a algún dios perverso y loco.
Ya era casi de noche, las nubes se habían detenido en lo alto y parecían mirar y esperar sobre ese cielo lóbrego e inquietante, como un ejército replegado esperando la orden de atacar. 
Frente a nosotros, bajando por la calle contraria, una masa de gente caminaba al unísono, todos siguiendo la misma dirección; a primera vista parecía que salían de algún espectáculo o algún evento multitudinario. No les prestamos demasiada atención, pues seguíamos hablando inmersos en nuestros propios asuntos. Poco a poco esa gente, como una masa que avanza por inercia pero sin convicción, se fueron aproximando a nosotros. Ya habían llegado casi a nuestra altura, cuando el Conde Ralf me cogió de pronto y me empujó contra la pared, apartándome para dejar pasar a la turba. Le miré asombrado y luego miré aquella masa: esas personas eran inexpresivas, vestían igual, su mirada estaba vacía y apagada. Eran hombres pero no parecían del todo humanos. No habían notado nuestra presencia, y de no ser por mi fiel amigo, juro que habrían pasado por encima de nosotros literalmente, pues no parecían advertir ningún estímulo externo.  Su caminar era lento pero sin pausa, como un ejército de marionetas.  Me fijé en uno de ellos: parecía que de sus extremidades asomaban una especie de hilos casi invisibles, que se perdían en aquel cielo oscuro. Me fijé en sus rostros: sus facciones estaban relajadas, su rostro aceitunado y pálido completamente hierático; sus ojos, muy abiertos, no pestañeaban y su mirada iba fija en un lejano vacío. No sé si podían ver o eran ciegos.  Me fijé en otro y eran todos exactamente iguales, y el siguiente, y el de más allá. Todos iguales. Un mar de rostros salidos de una pesadilla, como muñecos que alguien hubiera dado cuerda y caminasen al unísono hacia alguna parte que desconocíamos.
Por fin pasó hasta el último de ellos y el Conde Ralf me soltó. Nos miramos, y por un momento, no supimos qué decir. La masa de gente se fue alejando lentamente y perdiéndose poco a poco de nuestra vista. Una sensación de repugnancia nos invadió, y un terror infinito se deslizó por nuestras venas.  Quizá estábamos soñando, o nuestra percepción estaba demasiado predispuesta a sufrir alucinaciones. No obstante, corrimos a refugiarnos en mi librería que no se encontraba muy lejos.
El Conde Ralf me confesó que recientemente había percibido algunas cosas extrañas en las personas. Últimamente encontraba algo casi repugnante en mucha gente, pero pensaba que era cosa suya. Ambos vivíamos una vida de escaso contacto con el resto. Nuestra individualidad, nuestro instinto nos hacía aborrecer las relaciones superfluas y vivíamos una vida más interior. Pero el Conde asistía a reuniones con mayor asiduidad, y daba charlas y conferencias en universidades, dado su contrastado dominio de las lenguas. En definitiva, mantenía un contacto más amplio que yo con la gente y me tomé muy en serio sus palabras. Yo, a pesar de mi trabajo, trato poco con mis clientes y no había notado nada especial, pues vivía más absorto en mis pensamientos y en mi mundo interior que en el de fuera. Siempre he sido un soñador, y mi mente se preocupa más de lo que imagina que de lo que ve. Vendo libros, éxitos efímeros, escritores premiados que no me ofrecen el más mínimo interés. Las personas que vienen a mi librería siempre piden lo mismo, bazofia encuadernada, y responden al mismo patrón de vulgaridad y carencia de personalidad. Eso con respecto a los pocos que leen, pues la mayor parte hoy día vive bajo el constante yugo de una pantalla. Son tiempos malos: tiempos oscuros, donde la consigna es ser feliz y divertirse; sin embargo, todo el mundo parece hundido en una horrible insatisfacción. Esas pantallas reflejan sentimientos falsos, efímeros y manipulados, y es con lo que se reviste la gente. Hoy en día son ajenos ya a toda forma de arte, a cualquier forma de inocencia y sensibilidad, y sus cerebros sólo responden ante lo explícito y lo brutal, ante la vulgaridad y zafiedad. Todo eso lo han normalizado mientras han aplastado silenciosamente la inocencia y los valores elevados. Y hacen sorna de aquellos valores del pasado.
Un joven con un corazón sensible es muy difícil que sobreviva en nuestros tiempos. Un hombre que piense por sí mismo es perseguido y marginado, de una forma sutil, pero muy efectiva... La zafiedad se ha subido al trono de ónice y reina junto al mal gusto y a la deshumanización. Y el pueblo aplaude y jalea a su nuevo monarca. La inocencia, incluso en los niños, es sólo un recuerdo de antaño cuyo significado ha quedado en el olvido. No es la maldad lo que impera, no en su forma esencial,  sino algo mucho peor que conduce a ella: la ignorancia y la barbarie revestida de progreso. Le habían llamado progreso, pero todos los valores que han hecho del hombre un ser más humano, los han sepultado. Empezó hace años, con pequeños detalles que mi padre me contaba, pero nadie le tomó nunca en serio. Se fue marginando a los poetas, y se erigieron monumentos a lo feo y a lo soez. Se confundió la realidad con la zafiedad y el mal gusto, y se fue dejando atrás todo aquello sutil y elegante. Y un día la Belleza fue injuriada y decidió marcharse, y ya no hubo salvación.

Desde hacía tiempo el Conde y yo nos sentíamos completos extraños en la sociedad; pero no era nada más que un sentimiento no poco frecuente en las almas elevadas y sensibles. Ahora sin embargo ese sentimiento se había materializado en algo casi tangible, algo agresivo que mental y físicamente quería destruirnos.
Esa masa de gente ¿qué era aquello? Era la materialización de lo que ha llegado a convertirse el ser humano, estoy seguro. Es como si hubiéramos asistido al espectáculo de una metáfora. ¿Habíamos tenido ambos  una misma alucinación? Era poco probable Pero ¿acaso importaba? Todo lo que estaba ocurriendo era auténtico, y eso bastaba.
Estábamos en mi librería, y fuimos por instinto al lugar donde reposaban en silencio mis libros favoritos. Allí se respiraba un olor que me resultaba maravilloso: ese olor que desprende un libro viejo al abrirlo y que resulta inconfundible; que lleva la mente a esas páginas amarillentas, a esas tapas duras con algo de polvo, quizá, y a todas esas palabras que juntas, poseían magia y tenían vida propia. En ese rincón la atmósfera parecía fresca y revitalizaba los pulmones: era como volver al hogar. Allí encontramos calma y paz. 
De repente un libro se cayó al suelo y se abrió. Una luz pequeña pero muy intensa emergió de entre las páginas y atravesó intangible el techo hasta perderse de nuestra vista. No dije nada, ni tan siquiera sentí extrañeza, pero pensé: ¡otro que parte! Si, se estaban yendo. Estaban muriendo. Aquellos espíritus nobles, aquellos grandes hombres se marchaban para siempre. Recogí el libro: sus páginas estaban en blanco ahora. El Conde Ralf me miró con preocupación y tristeza. Hablamos durante un rato, llenos de pesar y augurando lo peor, y luego él regresó a su mansión.
La vida transcurrió como un sueño durante aquellos días. Ahora había algo irreal en todo lo cotidiano, como si el mundo hubiera pervertido ciertas normas del orden natural y la realidad se perdiera entre la fantasía, una fantasía oscura que se conjuraba para reducirnos a cenizas. El cielo no había dejado de estar nublado, gris plomizo. La gente hablaba poco, sus miradas se nos antojaban extrañas, se mostraban esquivas y podíamos detectar en su actitud cierta animadversión hacia nosotros. Nos vigilaban, estoy seguro. Lo sentíamos como el que siente la presencia de alguien acechando aunque no le pueda ver.
Yo no podía concentrarme en nada. Mi mente había quedado vacía, como un reloj que se detiene. Me encontraba muy abatido y preocupado. Y me había dado cuenta de que me vigilaban mis clientes. Las ventanas de mi tienda estaban vigiladas: no pocas veces descubrí a un tipo mirando, cuyo rostro parecía una masa de arcilla deforme, y cuyos ojos ligeramente oblicuos trataban de escrutar mi comercio. A veces pensé que era fruto de mi imaginación, pero le veía continuamente, a todas horasno miraba el escaparate, me miraba a mí, una mirada del todo repulsiva. Yo me encontraba en una especie de shock anímico y mental que no me dejaba reaccionar. Lo que presenciamos durante aquella tarde no podíamos olvidarlo.  Desde aquel día, sentíamos una amenaza imprecisa, algo que no dejaba de vigilarnos noche y día. Y ambos nos sentíamos aislados, cada vez más solos, en un inexplicable estado de laxitud e indolencia. El mundo gritaba algo incomprensible, un alarido malsano cuya finalidad era expulsarnos de su seno, como si fuéramos extraños, como si ya la vida nos despojase de su abrazo.
Poco a poco todo esto se fue agravando hasta que se hizo insostenible.  La gente no hablaba ya prácticamente nada con nosotros. No manteníamos una conversación fluida con nadie. Las personas que compraban en mi tienda apenas me dedicaban alguna frase de compromiso y de trámites comerciales, y como digo, notaba cierto desprecio en sus ademanes. Sus respuestas eran poco más que monosílabos. Nos evitaban, pareciera que no querían trato con nosotros, pero sin embargo, no dejaban de vigilar. Cierto día por la mañana, me encontré el escaparte de mi tienda echo añicos, todo lleno de cristales. Doblando la esquina aparecieron unos jóvenes con una música a todo volumen que me causaba repulsión, y una actitud estúpida en sus semblantes,  carentes de emociones. Creí ver un rostro como de arcilla en uno de ellos, pero no soy capaz de precisarlo. Sólo sé que les odié. Pasaron sin más y volvió el silencio, un silencio incómodo: era como escuchar un murmullo tenebroso e incesante que crispara los sentidos, pero sin oír nada.
Entré en mi librería, estaba todo intacto salvo la sección del fondo de mis libros favoritos. La habían tirado, derribado, habían arrancado hojas, incluso habían quemado varios ejemplares: un círculo de cenizas sobre el suelo de madera dejaba patente el terrible acto. Avisé al Conde Ralf, que se apresuró en venir, mientras yo me desplomaba en el suelo entre rabia y tristeza.
Estuvimos hablando de estos sucesos un buen rato. No había nadie en la calle, no se oía nada, a pesar de ser de día. Recogí los libros que se habían salvado, y los metí en un maletín. Me fijé que ya en varios ejemplares las páginas se habían quedado en blanco, vacías, sin rastro de una sola letra. Sentí un nudo en el pecho, me invadió una melancolía inefable al cerrar el maletín. Nos apresuramos a partir hacia la casa del Conde Ralf.
Dormí en su casa aquella noche. A la mañana siguiente el Conde tenía una ponencia en la universidad muy temprano. Yo no pude conciliar el sueño, terribles pesadillas me asaltaron y me encontraba en un estado de alteración horrible por los acontecimientos recientes. Veía masas de gente, veía rostros deformes, demonios que bailaban, y la Peste profanando la Belleza. Escuchaba gritos, versos que morían, almas que imploraban, y el lamento de la inocencia que agonizaba. Sentía; sentía el frío de la muerte, el vacío de la nada que abrasaba mi corazón y llenaba mi pecho de una angustia infinita. ¡Qué terribles momentos!
Cuando al fin logré dormir el sol ya había comenzado a asomarse. Me desperté pasado el medio día. El Conde aún no había regresado. No se oía nada, como si el mundo hubiese muerto. Y digo muerto, más que dormido, pues esa era exactamente  la impresión que me daba. Yo ya no era más que  un fantasma, un extraño en un lugar que no me quería. Me desplomé en el suelo, junto al maletín con mis libros. Las lágrimas surcaron mi rostro y ardían por mis mejillas. Un horrible vacío se apoderó de mí y empecé a sentir que me faltaba aire para respirar. Mis sienes palpitaban con fuerza y mesé mis cabellos y grité de rabia. Tras esto, me serené un poco y abrí el maletín  como por inercia, y saqué un libro al azar. Lo sostuve entre mis manos con cariño, con mimo. El olor añejo actuó como un bálsamo, y la contemplación de aquellas páginas amarillentas me tranquilizó y me devolvió el resuello. Como una casualidad, o quizá el destino, aquel libro tenía una dedicatoria de mi padre cuando me lo regaló siendo yo un niño:
Para Percy, estos versos inmortales que quizá algún día te abran muchas puertas. Llévalos en tu corazón de oro. Con orgullo, tu caballero S****
Era un libro de poesía de la época romántica, contenía  varios autores  que posteriormente llegué a idolatrar, pero siempre a escondidas. Me levanté  de golpe con algo vibrando en mi pecho. Algo que vibraba con inusitado entusiasmo.  Saqué todos los libros del maletín. Cada vez más obras habían quedado en blanco. Se morían. Una pequeñas luces salían de sus páginas y se perdían como el humo en el aire, y yo sabía que era el arte que sangraba.  Con una decisión que jamás habría creído tener, busqué una pluma en la mesilla que había junto a mi cama, abrí uno de aquellos libros y empecé a escribir en sus páginas. Sentí por un momento que cometía una blasfemia, pues aquellos libros tenían algo sagrado para mí. Pero no me detuve.  Mi corazón me animaba seguir con fogoso ímpetu.
Escribí. Escribí sin parar con una emoción desaforada. ¿Qué escribía? No lo sabía, no era dueño de mí: las palabras fluían como un torrente desatado, con el mismo brío y con una fluidez demencial, enérgica y desmedida. Ya no sentía miedo. No sentía soledad. La tormenta se había desatado y el estruendo era el grito que salía de mil almas que habían sido injuriadas y condenadas. 
Por la noche llegó el Conde Ralf. Venía cabizbajo, silencioso y resignado. Me miró, y no se extrañó de verme en la mesilla, con la pluma en la mano que se movía rauda, rodeado de libros esparcidos por el suelo. Me miró, digo,  y una sonrisa muy pequeña pero muy reveladora inundó su rostro como un haz de luz. Entonces vi brillar la emoción y la esperanza en sus ojos.
-Coja los libros y váyase. Vienen por nosotros. En mi ponencia me preguntaron por unos autores del pasado. Les hablé con entusiasmo y despotriqué contra el arte actual, contra el vulgo falto de sentimientos auténticos y su mediocridad banal y rastrera. Se levantaron de sus asientos acusándome y lanzando improperios. Nombraron su librería y se mofaron de los destrozos. Yo le defendí a usted;  defendí la sensibilidad, la libertad, defendí todo lo elevado, con tanta energía como jamás sospeché que tuviera. Vienen por nosotros amigo mío. Somos los últimos. Coja los libros y váyase. Siga escribiendo. Es nuestra única esperanza. Siga escribiendo esos libros en blanco y devuélvales el alma. Yo me quedaré aquí y les haré frente. Nos volveremos a ver, aunque no sea en este mundo, volveremos a encontrarnos, y usted sabe muy bien dónde. Ahora no me replique y váyase, por mí y por todos ellos. dijo dirigiendo su mirada grave hacia aquellos volúmenes esparcidos por el suelo.
No daba lugar a ninguna réplica. Recogí los libros y los guardé en el maletín. Estrechó mi mano y su mirada era ahora clara y tranquila, aunque un brillo ardiente delataba su profunda emoción. Sólo pude sentir una admiración sobrenatural ante aquel gesto del Conde. Su persona adquirió por unos instantes una dimensión de deidad; su espíritu se había elevado tanto que daba vértigo contemplarlo. Las tinieblas, ahora que caían con más fuerza, era cuando menos nos oscurecían, pues habíamos al fin despertado, y nos alzábamos bajo un estandarte de luz que nadie jamás apagaría.
 Salí velozmente de la casa del conde Ralf.

He seguido escribiendo en las sombras. Soy un proscrito, un maldito que no tiene  lugar en este mundo. Me escondo, huyo de la gente, vivo como un animal acorralado, alimentándome de mis escritos. Sé que mis palabras perdurarán, que estas páginas no caerán en el olvido. El Conde Ralf me devolvió la esperanza, su sacrificio no será en vano. Sé que alguien me escuchará, alguien me escuchará
 



Dedicado al gran Rafa, uno de los últimos caballeros, con profunda admiración y respeto.

Sir Percy.