Venid ahora, sabios consejeros,
razonables hombres y mujeres de tan vasta sabiduría; aprovecharos ahora de un
alma débil y un corazón moribundo para soltar vuestra palabrería tan llena de
razón y de sentido práctico. Os ensañáis con el derrotado ¡Poco importa! Os
escucho y os escucharé, pero vuestras palabras desaparecen en el fuego de mi
alma, se consumen sin dejar vestigio alguno, pues carecen de la ardiente llama,
carecen de la vida enérgica y entusiasta que agita mi vida. Son palabras
muertas de un mundo muerto.
Yo vivía en libertad, en contacto
pleno e íntimo con la sagrada naturaleza. Percibía en lo más hondo de mí una
inocente dulzura que embriagaba mis sentidos. Aquel mundo era lo más bello a mis ojos: no había
pobreza, no había necesidad, no existía la maldad y me eran desconocidos el
tiempo y la muerte. Algo mágico reinaba silencioso pero vibrante en cada
rincón, como el aire invisible y mudo que todo lo llena. Fue en esa época que encontré
la plenitud de mi alma, la auténtica felicidad, la forma más elevada de mi ser.
Los Dioses me cuidaban, y en sus
brazos aprendí. Los árboles me hablaban, los ríos me cantaban, y la brisa
suspiraba tiernamente a mis oídos. Abrazaba solemnemente los tibios y serenos
rayos del sol, que hacían crecer y brillar mi alma. Y en la noche tendía mi
mano a la luz de la luna, que bañaba con delicadeza mi piel, recostándose frágilmente sobre mis párpados, y arrullando
mis gloriosos sueños. Jugaba con las ninfas y reía con los sátiros, y aprendí a
amar entre las flores. Hablaba el idioma de la primavera. Yo entendía su
idioma, era parte de él. Un sentimiento puro y muy intenso hacía palpitar mi
pecho en loco frenesí, un sentimiento que crecía e iba germinando poco a poco,
como el capullo dispuesto a florecer que guarda la exultante belleza de una
flor. Yo y todo éramos paz y armonía, belleza e inmortalidad ¡Mi interior
bullía de anhelos y sueños, tan elevados y mágicos!
Pero muy pronto fui despojado de
mi Elíseo. Muy pronto me encerraron entre muros de piedra muerta, frente a
seres dogmáticos, que mandaban e imponían, y me rodearon de seres serviles que
no sentían como yo. Mi vida empezó a marchitarse sin apenas haber florecido.
Entonces me sentí perdido y conocí el miedo. Y el estar rodeado de seres
extraños, cuyo corazón no palpitaba al mismo ritmo que el mío, me hizo conocer
la desgarradora soledad, de la que jamás me separaría.
Me intentaron hacer igual a
ellos. Me explicaron el mundo, despojándolo de todo lo sagrado; toda la belleza
que yo había contemplado y sentido como parte de mí fue arrojada a un oscuro
vacío, hasta quedar tan sólo como un recuerdo. Todo aquello que era puro se fue
corrompiendo y oscureciendo. Arrojaron más luz para explicar el mundo con la
razón como estandarte. Pero esa luz proyectó sombras más densas y oscuras de
las que jamás hubo, y mi espíritu quedó totalmente turbado. Algo se rompió
dentro de mí, y como el aceite y el agua, jamás logré mezclarme con ese mundo
material que me ofrecían.
Los años pasaron y, para sobrevivir,
me encerré en mí mismo. Introvertido, sensible en extremo, no era capaz de
compartir mi vida con aquel mundo que me rodeaba, pues no lo sentía mío. Y la
distancia entre yo y ese otro mundo se fue haciendo cada vez más y más grande. Todo
se me antojaba extraño, frívolo, hostil, grosero y cruel. Y me sentía perdido en una existencia irreal,
sobreviviendo gracias a mis sueños y a mis recuerdos, que conformaban mi
auténtica vida, una vida totalmente interior. El niño nunca dejó de ser niño, pero
su espíritu varonil creció en paralelo, soportando una carga muy pesada y
dolorosa; y una melancolía, una añoranza incurable por su antigua vida fue
acrecentándose con el transcurrir del
tiempo, sin que nadie lo percibiera, hasta que llegó a hacerse insoportable.
¡Ah! Sólo quién ha conocido el
Amor sabe amar. Sólo el Amor es capaz de traer de nuevo aquel mundo divino de
mis recuerdos, aquellos tiempos de pureza, inocencia y de paz; de sentir
nuevamente la plenitud de mi alma vibrando en armonía con el mundo. Así, yo busqué el Amor. Lo busqué, lo seguí,
empleé todas mis fuerzas y ardoroso entusiasmo. Dediqué mi vida a encontrarlo
para poder salvarme, para que volviese la paz a aquella lucha que me enfrentaba
contra el mundo en una batalla mortal. Mas alcanzar algo tan elevado no es
tarea fácil, ¡pronto me di cuenta! Y mis esperanzas, igual que las olas
impetuosas que se rompen contra el acantilado, volvieron a chocar y a romperse
contra la realidad; y al igual que el agua, que en finas y débiles gotas vuelve a
su ser mansamente, yo volví a la triste y resignada calma de la que me había despertado el Amor.
Pero basta un instante de aquel
estado extático, de aquella espumeante ola que se alza con irrefrenable ímpetu
hacia el cielo; basta un instante de ese ardoroso y efímero arrebato para
elevar el alma y contemplar fugazmente lo divino y lo sagrado de nuevo sobre el
mundo. Mi alma volvió a vibrar de felicidad, y quedó lúcida y plena por un
momento.
Y entonces, vuelvo la vista a lo
que me rodea, y tiemblo al ver en qué punto se halla la humanidad.
Despojados de los dioses,
dedicados a pequeños y parcelados quehaceres, a los que están encadenados de
por vida, que limitan su espíritu, que ahogan todo lo grande y lo bello, a
cambio de un conocimiento vacío, efímero y deshumanizado: abandonados a la inteligencia,
escuchando solo su propia voz, los hombres se han olvidado del corazón.
¡Acusadme de mis exageradas
pasiones! ¡De mis sentimientos tan exaltados! ¡De mis penas y alegrías que
amenazan con derrumbarme! ¿Acaso puedo controlar el ardor de mi espíritu? ¡No!
¡Ni tampoco quiero! Yo a vosotros os acuso de doblegar vuestros sentimientos
ante la inteligencia, simplificarlos, limitarlos y dejarlos morir; de
arrodillaros ante una razón que resulta insignificante comparada con lo divino,
con el Amor, con la Belleza, y de renegar de todo ello en favor de una
acomodada existencia pueril y vacía. ¡Habéis desdeñado aquello que es inherente
al ser humano, aquello que conforma su esencia! ¡Habéis abrazado el mundo
terrenal y os habéis olvidado del divino!
No me arrepiento de haber
entregado mi espíritu a unas fuerzas sin freno. He abrazado el rayo, lo he
amado, y la pureza de mi corazón ha permitido que resista el embate mortal del
fuego celeste para poder cantar su espléndida luz en nuestro lenguaje. Porque
fui cobarde, me escondí, me batí en retirada frente a las dificultades de la
vida; padecí el dolor más profundo, la tristeza más amarga, la agonía, la
humillación, la soledad…Pero jamás, en ningún momento, dejé que apartaseis lo
sagrado de mí. Lo guardé con celo, lo abracé, lo amé, mientras se iba haciendo
más fuerte, manteniendo mi corazón puro, pese a todas las tristezas y
decepciones a las que fui sometido. Forjé mi paz y mi pureza en la propia lucha
de mi alma contra el demonio, contra ese demonio que devoraba a dentelladas mis esperanzas
pero que, al mismo tiempo, hacía mi canción más hermosa.
Pues en el poeta, bien es sabido, siempre conviven un ángel y
un demonio en eterna pugna. El ángel conduce al bardo en su dulce abrazo hacia el cielo, en sus alas
que se baten calmas y armoniosas entre
nubes y estrellas, para que pueda contemplar todo lo elevado, lo bello,
para que se una al Amor en fraternal abrazo, en plenitud de su ser. Pero el poeta también tiene un demonio, que no le deja mantenerse en la cúspide del
divino cielo, y así, en el justo instante en que contempla lo más alto, las
garras del demonio lo envuelven, y cae con él en caída libre, en la tristeza
más profunda, en el vacío, en la añoranza perpetua de aquel cielo. Pero no cae
a la tierra firme. No. Está en manos del demonio, y se hunde aún más abajo,
sigue su épica caída atravesando la tierra, más abajo, a la misma morada del mal,
allí donde no hay ni luz ni esperanza.
Al poeta no le es dado el reposo terrenal, pues sus anhelos son divinos; ha contemplado
la luz sagrada, ha contemplado la Belleza, el Amor, en toda su plenitud, y su
espíritu está agitado y anhelante y por ello mantiene su corazón puro. Pero sigue
siendo mortal, por lo que no le es lícito permanecer en el cielo. Así, sin tierra,
sin cielo, sólo le queda el infierno: la lucha contra el demonio por soltarse
de sus garras, por volver a elevarse, malherido, con el ángel hacia lo sagrado.
Porque él no quiere, no puede estar en la tierra, un lugar corrupto,
embrutecido, hostil. Y es en esa batalla entre fuerzas sobrenaturales donde más
aumenta su fuerza, su vitalidad, donde más hermoso se hace su canto. Es en la
eterna lucha donde vive el poeta, pues sólo puede vivir combatiendo.
La caricia del ángel conlleva la del demonio. El poeta que templa su espíritu en la tierra, que evita
el huracán y se guarda del rayo celeste, refugiándose en las cuevas de los
hombres, ése logra vivir en paz sobre la tierra. Pero para ello ha negado la esencia
misma de la poesía, su propia alma, que es divina, y sólo responde a aquello que es divino.
Amistad, Amor, Belleza. ¿Acaso no
lo sois todo? Entre los hombres soy un extraño. Ahora camino solo, entre cielo
e infierno, sabiendo bien que éste no es mi lugar. Mi lira invisible aún la
tañe aquel niño de espíritu tierno que conoció la verdad. Sólo en ciertos
momentos me encuentro en aquellos campos dónde el sol resplandecía joven y
fuerte, dónde el aire incitante me acariciaba como un bálsamo de vida, dónde
las fuentes fluían cantando bellamente los ignotos secretos de la tierra, dónde
mi corazón vibraba en la más perfecta armonía con todo el universo, con todo lo
divino.
Aquí encerrado, los días pasan
como oscuras nubes. Pero yo sigo luchando. No han logrado encadenar mi
espíritu. Es mi decisión, con brío me lanzo desnudo al combate: cielo o
infierno. Esta es mi lucha contra el demonio.
Enrique Rull Suárez