jueves, 22 de agosto de 2019

La Vieja Juguetería




Pablo solía pasear con asiduidad  por aquella calle. No es que fuera una calle especial. En realidad, como todas las calles modernas, carecía de personalidad, era ruidosa y muy gris; una calle comercial con muchos coches y gente de aquí para allá mirando escaparates o caminando a toda prisa.
Pero a Pablo  le gustaba mucho porque allí había una vieja juguetería. Una juguetería con un escaparte enorme, repleto  de toda clase de juguetes que uno pueda imaginar: acá, soldados napoleónicos en espléndidos caballos, allá,  coches de época con todo lujo de detalles;  maquetas, muñecas que parecían cobrar vida cuando las mirabas fijamente, miniaturas muy variadas, animales salvajes, dinosaurios y todo tipo de cachivaches de formas variopintas que hacían las delicias de cualquier niño. El escaparate era un festival de colores llamativos, formas poderosas, todo apelotonado pero limpio, muy bien colocado  y distribuido. ¡Cuántas aventuras, cuántos mundos en tan poco espacio!
El niño recordaba cuando vio en el escaparate aquel espléndido caballo blanco,  del tamaño de una mano. Tenía todo lujo de detalles: sus ojos negros muy bien perfilados, unas poderosas patas llenas de músculos, y un robusto cuello cubierto por unas brillantes crines de plata. A su lado, como símbolo de los contrarios, estaba otro caballo, negro azabache, del mismo tamaño, pero en posición rampante, cuya piel refulgía con un realismo enorme. A  Pablo se los regalaron  y fueron sus grandes amigos. Cuando estaba triste, apretaba el palafrén blanco, que mostraba un aspecto relajado y dulce, y eso le animaba. Cuando debía enfrentarse a un horrible día de clase, cuando sentía sus fuerzas desfallecer y la inseguridad atormentándole, agarraba el corcel negro  y así sentía una enorme fuerza y confianza en sí mismo.
Habrá adivinado el lector que Pablo era un niño solitario y soñador, muy tímido, callado, y como suele ser en estos casos, dotado de una gran imaginación. Le gustaba mucho leer, le gustaba mucho pasear en libertad y por encima de todo, le encantaba jugar y soñar. ¡Ah! ¡Cuántos sueños olvidados, cuántos castillos envueltos en brumas, bellas princesas de piel de marfil y caballeros valerosos con espadas forjadas por los dioses! ¡Qué  locuras, qué  quimeras!
De sobra era sabido que si Pablo no estaba jugando en el parque, se debía encontrar mirando el escaparte de aquella juguetería. “Mirar” es una palabra poco apropiada para lo que hacía Pablo. Desconozco el término que pudiera representar con exactitud la manera en que el niño sentía fluir en su interior un torrente de magia, y “veía” y “escuchaba”, absorto,  a todos aquellos juguetes como si en verdad tuviesen vida. No obstante, si el lector fue alguna vez un niño como nuestro protagonista, pueda quizá entender el infinito entusiasmo que le embargaba.
Pablo tenía once años, mejillas sonrosadas, ojos abiertos y soñadores, negros y brillantes, y pelo castaño, cortado con esmero tal como su madre quería. Estaba delgado, hablaba muy poco con la gente, y apenas tenía algún compañero en clase con el que se llevase bien.  En el colegio pasaba desapercibido, aunque a menudo era blanco de las bromas de otros niños por su carácter tan sumamente tímido y retraído.
Sus mejores amigos eran los caballos que había comprado en la juguetería. Eso decía él.  Pablo nunca se aburría, salvo en la escuela, el resto del tiempo lo pasaba jugando y soñando.  Tenía una imaginación enorme y su mundo estaba teñido de magia.
Esto ocurrió tras la vuelta de vacaciones de verano, tras un mes de ausencia en su ciudad, cuando quedaba muy poco para volver al colegio.
Pablo odiaba volver a la ciudad tras haber disfrutado un largo periodo en la costa, donde había piratas y castillos, donde sirenas cantaban cerca de las rocas y terribles monstruos de formas repulsivas vagaban silenciosos por las profundidades del océano, acechando y preparados para salir. Ahora volvía a su ciudad que no tenía mar, y era ya terreno conocido y sin demasiado interés. Desde luego jugar no era igual “allí” que “aquí”. Una de las cosas que hizo Pablo al día siguiente de llegar fue ir a ver su juguetería. Estaba deseando volver a ver aquel cristal que ocultaba tantas maravillas, tantas ilusiones y tantos sueños.
No estaba muy lejos de su casa, así que  le dejaban ir solo. Ya era mayor, iba al colegio solo. Cruzó el parque, dando saltos de alegría. Sus ojos brillaban aún más con el reflejo del sol que traspasaba perezoso las hojas de los árboles. Agarró un trozo de madera, y comenzó a batirse en duelo contra unos enemigos invisibles. Gritaba y alborotaba, viéndose acorralado por aquellos miserables, pero sus enemigos no podían pasar. Pablo era el último de los soldados de la reina, a la que amaba en secreto, y más allá de su deber, debía proteger a su amor. Eran diez o doce enemigos, el paso era angosto hacia el castillo, y el niño aguantaba el invite con asombrosa valentía y destreza. Le habían herido en un brazo, y el cansancio hacia mella en nuestro héroe, pero no se rendía: “¡Por la Reina!” “¡Atrás miserables, probad el acero de los valientes!” gritaba a pleno pulmón.  Poco a poco, sus enemigos fueron cayendo, y Pablo salvó a su reina.  Luego de esto, siguió con premura su camino, pues había recibido un beso de su dama, y  algo bello e inexplicable había llenado su alma de júbilo. Así que cruzó de esta manera el parque y se adentró en la calle principal. Un poco más arriba, la juguetería esperaba.
Los ruidos grises  del tráfico y el gentío le sacaron de sus ensoñaciones y le hicieron extrañar mucho la costa. El mar siempre era una caricia, a veces de calma, a veces de miedo, pero siempre era algo cercano, profundo, humano. Pablo se sentaba en las rocas, y se dejaba mecer por el rítmico y suave arrullo de las olas, cuya revoltosa  espuma se alzaba como un ejército dispuesto al ataque. Y cuando llegaba la luna, Pablo paseaba cerca del mar, y miraba a las aguas, que parecían callar y ocultar algún secreto. Su voz decía: “nosotras conocemos el comienzo de todo, y veremos  el fin; nada nos inquieta, vuestros problemas nos son ajenos, y aquí dentro duermen secretos que ni podéis imaginar”. Y Pablo sí que imaginaba cosas horribles, y siempre las aguas en calma le daban más miedo que cuando se agitaban. Mas era un miedo que le llevaba a lomos de un espléndido dragón de plata, y entonces se enfrentaba a las criaturas terribles que emergían de la superficie del mar, colosales, viscosas y repugnantes, y que caían bajo la espada del jinete del dragón.
Ahora el alba acunaba su paseo. Pero todo lo que le rodeaba  era gris, y estaba muerto: asfalto, coches, edificios… No había nada que inspirase al pequeño. La naturaleza le llenaba de vida, era como un trampolín a su mundo de niño,  y sin embargo la ciudad era como una tarde de nubes y de tristeza.
Hemos dicho que en la ciudad no había nada que inspirase al pequeño, y debemos corregirnos. Pues desde luego, entre aquel humo, entre aquella algarabía de ruidos,  pasos presurosos y rostros grises y anónimos,  se hallaba la juguetería. Había otras, pero no eran tan antiguas  y apenas tenían juguetes que mereciesen la pena. Aquella era especial, por sus dimensiones y por su contenido.  Por su variedad tan grande, y su ambiente acogedor, como de otra época.
Paso a paso se fue aproximando a la tienda. Cruzó por delante de una pastelería, y se quedó un instante mirando aquellas deliciosas tartas  de colores y bombones variados que tanto le gustaban.  Luego siguió su camino, deseando llegar y volver a sentirse arropado  por todo aquel montón de  formidables juguetes.
Su sorpresa fue muy grande cuando se detuvo ante el escaparate. Dos telas grises estaban echadas, tapándolo todo como sábanas mortuorias, y un terrible cartel rojo  que rezaba: “Se traspasa”.  El corazón de Pablo dio un vuelco. Su estómago pareció hacerse un nudo y temblaba. No podía ser verdad. No podía ser. Pero ahí estaba, el cerrojo echado, todo cerrado, todo oscuro, todo mudo,  como el vacío, como la nada.
Retrocedió, y miró desde más atrás. Se acercó, golpeó la puerta. Bajó la calle y regresó. Pero todo era inútil. Habían cerrado su juguetería.
Sus ojos se humedecieron, y con enorme pena, dejó caer su cuerpecito sobre la puerta….y de pronto esta cedió. Con un ligero crujido y un leve chirrido, se abrió lentamente. Pabló pensó que la habrían dejado mal encajada, y estuvo tentado de tirar del picaporte para cerrarla, pero algo se lo impidió. Miró asustado, indeciso, hacia atrás, y vio aquella calle, con sus coches, su mundanal ruido, y aquellas personas que parecían cadáveres en movimiento.  Y volvió a mirar a la puerta. No lo pensó más, velozmente, se inclinó hacia delante y pasó, cerrando tras de sí.
¿Le habría visto alguien entrar? ¿Qué importaba, al fin y al cabo?
 Oscuridad, todo daba vueltas, y todo parecía  poco a poco teñirse de una luz difusa, como niebla.
Era invierno. Nubes grises cubrían el cielo. La nieve era un manto infinito sobre el que atronaban los cascos de cien mil caballos. Pablo iba al trote,  sujetando  con una mano  las riendas de su formidable corcel negro, mientras con la otra asía un afilado sable terminado en ligera curva.  Estaba en medio de un ejército de caballería, que al parecer, se disponía a cargar entre la nieve contra el enemigo. El aire le helaba las fosas nasales, y sentía su cara totalmente entumecida. El frío era terrible. Miró a sus compañeros: aquellos vistosos cascos adornados con un penacho oscuro pertenecían a coraceros franceses. No había duda, y él estaba entre ellos. De pronto, una voz potente, un grito lleno de fuerza y violencia rasgó el cielo: “¡¡Cargaaa!!” Al frente del escuadrón, la figura de un hombre de larga melena y furiosa mirada, ataviado con una indumentaria muy vistosa,  apuntó con su sable al frente. Pablo sabía quién era. Pablo sabía dónde estaba:  Eylau, Rusia,  1807,y aquel hombre era el Mariscal Joacim Murat, liderando aquella épica carga de coraceros que barrió las defensas rusas como un torrente hace añicos un dique, hasta arrasarlo por completo. Pablo le había reconocido de la figura de plomo que había en la tienda a caballo.
Pablo tenía muchos soldaditos de plomo de las batallas napoleónicas, y la juguetería estaba repleta de ellos y de réplicas de personajes históricos.  Y aunque no era buen estudiante, sabía bastante de aquella época. Le habían suspendido historia, hasta que le pusieron en un examen la batalla de Waterloo, y Pablo le contó los errores de Napoleón y de cómo la diosa Fortuna le abandonó en aquella ocasión; le relató los pormenores de la batalla, y cómo Grouchy tardó en volver demasiado tiempo para asistir al ejército del Emperador,  mientras prusianos e ingleses se unían para derrotar al corso, con el consecuente desastre que supuso para Bonaparte y su Imperio.  En ese examen sacó un diez. Y la profesora le miró con cierto recelo. Pero él estaba muy contento con su redacción sobre Waterloo.
Pero esto era Eylau, y aún faltaban unos cuantos años para el desastre de 1815. Y en estos años, los dioses habían dejado caer la gloria sobre los ejércitos franceses, haciéndolos casi invencibles. Y  Pablo ahora  era uno más de aquel escuadrón, cabalgando sobre su querido corcel negro.  Podía oír, como una tormenta, el galope de los caballos, el sonido del acero, los cañones atronando,  y los gritos de aquellos jinetes que se lanzaban a vencer o morir.
Todo fue muy rápido. Su sable subía y bajaba sin descanso, hiriendo  y haciendo huir al enemigo.  Caballo y jinete se abrían paso entre las filas enemigas como un cuchillo que atraviesa el papel. Pronto la batalla había acabado. El campo lleno de cadáveres, la nieve bañada de  sangre, los soldados heridos ayudándose entre sí y vitoreando a los coraceros que habían derribado las defensas rusas; era un espectáculo horrible y grandioso al mismo tiempo.
  Pablo abrió los ojos y vio sombras, sombras que caían sobre figuras amontonadas, peluches, y muñecos de toda clase. Una tenue luz colaba tímidamente por una pequeña ventana en lo alto. El niño había estado en Eylau, de alguna manera lo sabía, pero no entendía nada. Un silencio trémulo llenaba aquella estancia. Estaba en su juguetería, no había duda. Estaba en la juguetería que habían cerrado.
Pablo, de pronto,  tuvo miedo. Dio la vuelta, y a tientas,  tropezando, alcanzó la puerta por donde había entrado y salió a toda prisa.
La luz de la calle le cegó momentáneamente, convirtiendo el mundo en una nebulosa iridiscente, donde nada era claro y las formas se mezclaban unas con otras. Poco a poco, su visión se acostumbró a la luz. Todo parecía tranquilo, la gente pasaba de aquí para allá sin reparar en su menuda figura. A su espalda estaba la juguetería: gris, muerta, tan silenciosa que daba miedo.  Pablo pensó que sin duda lo mejor sería volver a su casa. Lleno de pena, tomó el camino de regreso.
La calle estaba aún poco transitada, al ser temprano. Un hombre caminaba encorvado, con paso lento, mirando al suelo. Más adelante, una señora de rostro agrio caminaba deprisa con pasitos cortos al son del  repicar de sus tacones. Y de vez en cuando, algún hombre más joven de mirada inexpresiva,  absorto en sus cosas. Todos insensibles,  ajenos  a la tragedia del niño.
Cruzó el parque como una sombra. Había ramas sueltas por el suelo, entre la arenilla, y un olor a verde que le trajo buenos recuerdos, pero apenas fue un instante. Los árboles callaban y miraban desde lejos a la pequeña figura de Pablo. Un estruendo despertó al niño de repente, como un potente motor arrancando: a su derecha, unos hombres de verde estaban talando varios árboles con una maquinaria gris y oxidada que echaba humo.  Apretó el paso, por lo molesto del ruido, y pronto quedó atrás. El parque seguía en silencio, y el niño también había quedado mudo.
Pablo no concilió bien el sueño aquella noche.  Su cama se llenó de frío y de sombras. Se sentía encerrado, como preso.  Cuando despertó, lo hizo imbuido de una profunda  tristeza, y una inefable necesidad de volver a la juguetería.
Amaneció, y lo primero que hizo el niño fue arreglarse, tomar un frugal almuerzo a toda prisa, y dirigirse hacia la tienda. Era en lo único que pensaba.  El camino fue monótono, y ningún enemigo le molestó, ni si quiera en el parque. Los árboles de nuevo  le miraban desde lejos, indolentes, y el césped parecía ajeno a cualquier atisbo de magia o de vida.  Vio varios troncos tirados en el suelo. Pensó en sus vacaciones en el mar, y experimentó cierta angustia al estar tan lejos de aquellos días.
Cuando llegó frente a la puerta, volvió a sentir cómo se encogía su corazón al ver de nuevo el frío espectáculo de la juguetería enlutada, abandonada, y muerta. Mas aún le quedaba una pequeña esperanza.  Empujó suavemente  y  con disimulo la puerta: se abrió, tal y como ocurriera el día anterior. Pablo miró a los lados, y cuando estuvo seguro de que nadie le observaba, volvió a entrar y cerró rápidamente.
Ante él se extendía  un valle lleno de esmeralda y de luz. Ya era libre. Un caballo blanco pastaba dócilmente, de un blanco tan puro y luminoso que deslumbraba.  Había flores de todos los colores esparcidas aquí y allá, todas frescas y llenas de primavera. Pablo se acercó al caballo y le acaricio el cuello. Aquel magnífico corcel agitó su cabeza, como saludando, y lamió con cariño el rostro de Pablo. Caminaron juntos un buen trecho, hasta las lindes de un frondoso bosque. 
Sacó su espada, y con unos tajos se abrió camino entre las ramas que obstaculizaban el paso.  Avanzaron internándose entre la maleza salvaje, que rebosaba poder,  y que  parecía esperarles,  revestida de sus mejores galas.  Cantaban  con  bullicio los pajarillos en notas suaves y melodiosas, y se escuchaban algunos otros ruidos furtivos entre el ramaje. Se encontraba  rodeados de troncos como nudos de ilustre madera,  y ramas retorcidas dibujando hermosos arabescos,  cubiertas de un verde fuerte y brillante;  y aquí y allá,  flores silvestres  de todos los colores y de fragantes perfumes que llenaban el alma de sueños. Pablo seguía caminando, espada en mano, junto a aquel corcel blanco, avanzando por un estrecho y casi imperceptible sendero que la fogosa naturaleza, a duras penas, había respetado.
De pronto una figura femenina cruzó rauda entre los árboles.  Pablo, sorprendido, se quedó paralizado cuando vio cómo una dama de extraordinaria belleza se abalanzaba sobre él, rodeándole entre la suavidad de sus brazos. La joven reía y lloraba, y no dejaba de abrazarle.  Tenía un rostro delicado, con facciones armónicas, cejas suavemente  arqueadas, y ojos de mirada profunda y limpia. Entonces la reconoció: ¡Virginia! Su dama, a la que había jurado lealtad y amor eternos.  Virginia era una preciosa figura de porcelana,  vestida como una dama de los tiempos medievales, que se encontraba en la juguetería y que fascinaba a Pablo desde hace mucho. Y por las noches la imaginaba y hablaba con ella.  Apretó a la joven, ahora de carne y hueso,  contra sí, y su alma se llenó de dulzura y de reposo.  Cerró los ojos y sus labios se encontraron y entonces la vida cobró sentido. 
Cuando los abrió, estaba de nuevo en la juguetería a oscuras. Su cabeza daba vueltas, y se encontraba muy cansado, así que decidió salir y regresar a casa. El camino fue un enorme vacío, tan oscuro  y tan frío como un cementerio en la noche, a pesar de que el sol brillaba en lo alto.
Pasaron varios días sin poder visitar la juguetería pues había empezado el colegio y sus padres no querían que se distrajese. Ellos  consideraban los estudios lo más importante para su hijo.
Pablo estaba triste. Pablo sólo quería volver a la juguetería. Pablo necesitaba volver a la juguetería.  Su mundo ahora se había derrumbado,  y veía afuera  otro mundo que despreciaba y le llenaba de aflicción. Todo había cambiado en él: comía poco, no jugaba nada, y lo peor de todo, ya no reía. Paseaba por el parque y sólo veía árboles y más árboles sin alma. Sus juguetes no eran más que materia inerte, muerta. Miraba a sus caballos, y a veces, los abrazaba, pero ya no sentía ningún alivio.
Al fin llegó el sábado, y fue corriendo a la juguetería. El parque había empezado a cubrirse de otoño, y las ramas quedaban desnudas y sin color. Ahora todos aquellos árboles y matorrales estaban mudos, y los pájaros habían huido. Ya sólo se escuchaba de fondo el ruido de los coches y de la carretera. Lejos quedaba el olor a mar, las olas y su espuma embravecida, las rocas y la playa de sus vacaciones de verano. Sólo le quedaban recuerdos. Atravesó el parque, y cabizbajo, soportó los ruidos de la calle a los que, no sin desagrado,  se había ido acostumbrando. Pero aún una chispa de esperanza seguía brillando en su interior: volvería a cruzar la puerta, volverían la ilusión y la fantasía a su pequeño mundo.
Apresuró el paso y entonces se detuvo en seco, como si le hubiera  golpeado un rayo: la puerta de la juguetería había sido sellada con cemento. Ya no se podía entrar. El cartel de “Se Vende” ya no estaba; en su lugar, otro cartel de terrible apariencia anunciaba la apertura próxima de una tienda de ropa.
Pablo se abalanzó sobre el cemento y lo golpeó con sus puños, mientras mil  lágrimas le resbalaban por sus ojos enrojecidos. Sus nudillos ardieron y sangraron, y sus rodillas se doblaron bajo el peso de la certeza de lo imposible de su cometido. Quedó allí ante la puerta, postrado, llorando, solo.
Al cabo de un rato se incorporó. Nadie le atendió, nadie pareció fijarse en él. Respiraba entrecortadamente, sudaba y temblaba. Regresó a su casa, lentamente, arrastrándose, luchando contra un mundo que no reconocía. Había caído el último bastión de inocencia y fantasía.
Desde ese día no fue el mismo. Pablo creció y cumplió con sus obligaciones de formación académica. Como fantasías infantiles quedaron sus batallas, su dama y sus viajes a la juguetería. Su vida se convirtió en  una fría calle de piedra y asfalto. Y así, aparentemente,  transcurrió el resto de su existencia, como si el mundo que tanto rechazaba le hubiera vencido.
Sin embargo, el día de su muerte, en su mesilla se encontraron varios escritos: unas aventuras de corte fantástico, de valerosos caballeros y grandes  batallas; y unos versos dirigidos a una dama llamada Virginia. Además, hallaron en sus bolsillos las pequeñas  figuras de dos caballos, uno blanco y otro negro.  Y según un testigo, cuando exhalaba su último aliento, gritó como poseído algo que nadie acertó a explicar: “¡El Emperador! ¡Mis caballos! ¡Virginia, amor mío!”.

Dedicado a una juguetería...

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