Nevaba. Sí, era nieve, tan blanca
y pura como la había imaginado. Carlos se acercó y pegó la cara contra la
ventana, tanto que su nariz quedó cómicamente aplastada contra el cristal. Ante
sus ojos se extendía la naturaleza teñida de blanco. Los copos que caían
suavemente y de manera delicada, sin detenerse nunca, revestían el familiar
paisaje de una nueva blancura infinita y deslumbrante. El jardín parecía haber
renacido bajo un agradable y elegante manto de hielo: las ramas de los árboles,
los arbustos, el césped, los coches y la carretera, todo cubierto por
aquella blancura caída del cielo. Era
la primera vez que Carlos veía nevar, y realmente era tan maravilloso como
siempre había imaginado.
Apoyó
las palmas de sus manos contra el cristal helado, como si quisiera empujarlo y
escapar: deseaba salir ahí fuera a jugar entre toda aquella magia invernal,
tocarla con sus dedos, pisarla y sentir bajos sus pies el tacto de esa alfombra
blanca, y atrapar con sus manos esos livianos copos que parecían descender de
un cuento de hadas... Era como un sueño. ¡Tenía tantas ganas de salir afuera!
Su mirada permaneció unos instantes fija, como perdida, observando la
trayectoria de los diminutos fragmentos de hielo y cómo éstos cambiaban de
dirección a capricho del viento. Eran muy similares a los recortes de papel con
los que había jugado en algunas ocasiones, y que esparcía al aire en su casa
para simular la nieve en sus tardes de pasados inviernos. Esta vez era nieve,
¡nieve de verdad!
Sus
padres no le dejaban salir a fuera. Además, él no debía molestar, pues
hoy recibían una importante visita. Así se lo habían repetido varias veces los
mayores.
Resignado,
sopló contra el cristal de la ventana y lo llenó de vaho. Acto seguido, despegó
la nariz, se alejó unos centímetros, y, en la humedad formada, empezó a
garabatear con su dedo unas líneas, que bien pudieran haber sido una figura
humana, tal vez una mujer. Luego giró su mirada con hastío hacia el cuarto de
estar, dónde sus padres conversaban con aquel invitado, sentados en una mesa,
con bebidas y cigarros.
No
le hacían ningún caso. Se sentía terriblemente solo. Y sin saber bien por qué,
se echo a llorar. Corrió a su cuartito y abrazó su pequeño oso de peluche contra
sí, su única compañía y su más fiel amigo de juegos, y se acurrucó en un rincón
junto a su cama. Allí permaneció un rato, sollozando y temblando, y apretando
su osito con fuerza.
Después
de un rato de llanto, su cabeza comenzaba a dolerle, y sus ojos ya irritados y
enrojecidos le picaban mucho, así que los frotó con sus
pequeños puños y decidió que era mejor dejar de llorar. De nada servía. El
mundo le parecía un lugar demasiado grande y extraño, y estaba solo, y él no
quería estar solo. Se sentía muy triste. Recordó que hace tiempo sus padres jugaban
más con él, le prestaban más atención, pero últimamente todo había cambiado.
Recordó la nieve, y eso le hizo sonreír. ¡Con qué facilidad aparece la sonrisa
en el rostro de un niño aún cuando sus lágrimas no se han secado del todo!
Corrió
y se asomó al cuarto de estar, con esperanzas de que el invitado se hubiera
marchado, y así pedir a sus padres que le sacasen a disfrutar de la nieve. Mas
la escena no había cambiado. Los mayores hablaban, gritaban y reían a
carcajadas que resultaban estridentes y desagradables. El humo del tabaco
impregnaba la habitación y el olor llegaba a todas partes. Corrió, desesperado,
hacia su madre e intentó hacerle señas para que le hiciese caso. Apretó
su mano y tiró de ella para que le acompañase a jugar con la nieve. Su madre
frunció el ceño, un gesto que Carlos conocía de otras ocasiones y que no
presagiaba nada bueno. Carlos intentó protestar, pero su madre, de mal humor le
indicó que se callara y no molestase.
“Negocios”
le había dicho ella por la mañana. Aquel día era muy importante para sus
padres, y aquel señor extraño era muy importante. “Negocios”, ¿qué significaría
eso? Carlos imaginaba algo, pero no sabía qué exactamente. Algo aburrido,
tremendamente aburrido y de mayores, donde se hablaba mucho y donde no entendía
nada. Y además daba igual ¡fuera había nieve! Pero a nadie parecía importarle.
No, hoy ni siquiera él mismo parecía importar a nadie. Últimamente siempre era
así. Se sintió de nuevo muy triste, y se alejó despacio, descorazonado,
apretando con más fuerza su osito.
Y
lo peor es que al día siguiente le esperaba la guardería. La odiaba. Olía mal.
La gente mayor no le trataba bien, y sus compañeros, menos aún. Siempre lloraba
mucho antes de ir, y su madre le regañaba. Y a veces se ponía tan nervioso que
hasta vomitaba. Y al pensar esto, recordó la asquerosa comida que le obligaban
a comer allí…le dolía la tripa sólo de pensarlo. Siempre se quedaba el último
en el comedor, las luces ya apagadas, y los gritos y amenazas de una vieja de
feo rostro y gafas en la punta de la nariz, para que terminase sus platos.
Podía oír su cascada voz como si la tuviese delante.
Sus
compañeros se reían frecuentemente de él. Pálido, débil, lloraba mucho y
hablaba poco. Era muy tímido. Y todo le daba miedo. Sólo había una profesora a
la que tenía mucho cariño: una joven de largos, preciosos y brillantes cabellos
oscuros, con unos ojos castaños luminosos y grandes, y una sonrisa tan bonita y
dulce que hacía que Carlos se sentiera reconfortado e hipnotizado al mismo
tiempo. Su sonrisa hacía de él el niño más feliz del mundo. Era lo único bueno
de la guardería, sin duda.
Ella
sí hacia caso a Carlos. Le levantaba del suelo y le estrechaba entre sus
cálidos brazos y le hablaba con dulzura, y sus caricias eran suaves y le
tranquilizaban. Le gustaba que le acariciase la cabeza, pues le transmitía una
agradable sensación de paz. Entre sus brazos, la guardería, el mundo, era un
lugar bien distinto y se preguntaba por qué no podía ser así siempre. Ella era
un ángel, no había duda. Carlos siempre que la veía, salía corriendo y se
abrazaba con fuerza a sus piernas; aunque a decir verdad, le daba mucha
vergüenza porque era muy bonita, y más de una vez, cuando ella le miraba, a sus
pequeñas mejillas blancas asomaba un tono colorado. Con ella nunca se sentía
solo, le hablaba mucho y le hacía muchas preguntas, aunque Carlos rara vez
respondiese a alguna. Ella nunca se burlaba de él porque llorase, ni le
regañaba ¡Nunca! Siempre le ayudaba y le mostraba esa sonrisa brillante y
divina que aceleraba su corazón. Sí, ella era un ángel.
Ahora
recordaba. Fue su profesora quién le contó aquella bonita historia sobre la
Reina de la nieves… ¡Oh! Seguro que la dama estaba ahí afuera ahora mismo
¡Tenía que estar, pues la Reina se mostraba solo entre la nieve! Y él quería
verla, ¡deseaba tanto verla! ¡Y luego se lo contaría a su profesora, seguro que
se quedaría muy sorprendida e impresionada! Volvería como un héroe a la
guardería, y sus compañeros ya no se reirían de él. Y su profesora le alzaría
en sus brazos y quizás le besase…y sonreiría orgullosa para él, con esa luz
radiante que inundaba de dicha el alma del pequeño…
Ahí
seguían sus padres, discutiendo con el extraño invitado. Ruido, humo, y las
voces que se elevaban por la casa, y a Carlos no le gustaba nada de aquello.
Daba igual, él iba a salir a buscar a la Reina de las nieves. Y la encontraría.
Luego le iban a regañar, lo sabía bien, pero pensó que si antes encontraba a la
Reina, no podrían regañarle mucho, ni castigarle. Y además imaginó lo feliz que
se sentiría su profesora si le contaba que él había visto a aquella
misteriosa dama.
Despacio,
para que no le oyesen, se dirigió hacia la puerta de salida, llevando a su
osito consigo. Con esfuerzo, giró el picaporte, y tiró, logrando abrir la
puerta. Rápidamente cruzó el umbral y cerró tras de sí, aunque no pudo evitar
el ruidoso portazo debido a una fuerte ráfaga de viento, que soplaba con
violencia. Esperó, temblando y asustado, que sus padres no lo hubiesen oído.
Nada. Ningún pasó se oía. Nadie venía. Bien. Lo había logrado, estaba fuera.
¡Hacía
mucho frío! El viento formaba remolinos que le impedían avanzar y le
desequilibraban. Pisó la nieve y sus pequeños pies se hundieron lentamente.
¡Qué sensación más extraña y placentera! Se agachó con una sonrisa y tomó
aquella sustancia blanca y gélida entre sus manos. Pesaba muy poco, era muy
ligera. La arrojó riendo con fuerza hacia adelante, pero el viento se la
devolvió y le dio en la cara. Comenzaba a sentir mucho frío. Avanzó más, paso a
paso, contra el viento que amenazaba con derribarlo en todo momento. Resultaba
divertido, ¡debía luchar o saldría volando por los aires! No veía muy
bien alrededor suyo, pues la vorágine de pequeños copos blancos que bailaban
para acá y para allá le impedían discernir el entorno con nitidez. La Reina de
las nieves no podía estar lejos.
Avanzó
más y más entre la tormenta de nieve, despacio, pero sin detenerse. No
reconocía dónde estaba, era todo igual, blanco en todas partes. Tenía cada vez
más frío. Recordó las ropas tan incómodas con la que su madre le vestía siempre
antes de salir a la calle en invierno. En realidad le agobiaban mucho, le
producían incómodos picores en todo el cuerpo, y con ellas apenas podía
moverse. Y lo peor era el gorro que le apretaba la cabeza y casi le tapaba los
ojos: pero no sentía frío con todo aquello. Ahora lo echaba de menos. Sus
pequeños dedos, su nariz y sus orejas ya le empezaban a doler. Sentía sus
miembros entumecidos, sus pies perdían movilidad y sus pequeños dedos parecían
estar agarrotados. Aquello ya no era divertido, no era como lo había imaginado.
A su alrededor se extendía un desierto de color blanco, y la ventisca, lejos de
amainar, parecía cobrar nuevos bríos por momentos. No distinguía nada y
no sabía dónde se encontraba. El viento silbaba con fuerza en sus oídos, un
susurro desgarrado y seco que le llenaba de miedo. El aire que entraba por su
nariz al respirar era tan helado que le dolía la nariz por dentro. No obstante
intentó consolarse, sabía que la Reina de las nieves estaba por ahí, y que le
recogería y le llevaría a casa. Y luego se lo contaría orgullosamente a su
profesora.
Caminó
un buen rato a duras penas sobre la nieve, haciendo un esfuerzo enorme por
mantenerse en pie y avanzar entre aquella terrible ventisca. Imaginó la
bella sonrisa de su profesora cuando le dijese que él había visto a la dama de
rubios cabellos. Sus pies se hundían a cada paso más y más entre la nieve.
Nadie podría castigarle si la encontraba. Sus manos apenas las podía mover ya,
el dolor comenzaba a hacerse insoportable. Recordó a sus padres, con aquel
extraño, bebiendo, fumando, sin hacerle ningún caso. No podía retroceder, ya
estaba cerca. Su cara le dolía, los labios le temblaban ateridos de frío; la
nieve parecía atacarle cual enjambre vestido de blanco, y golpearlo como mil
alfileres que se le clavasen en el cuerpo. Pensó en su profesora, le
reconfortaba su sonrisa, ella le abrazaría entre sus cálidos brazos y le
hablaría dulcemente. Tosió, se cayó al suelo y empezó a llorar. No aguantaba
más. Llamó a su madre. Gritó con fuerza, con toda la fuerza que le permitían
sus pequeños pulmones, pero el viento parecía llevarse su voz y hacerla
desaparecer entre la nieve. Su cuerpo entero tiritaba. Se acurrucó en el suelo
blanco, juntando sus brazos y piernas. Su profesora… Todo se volvía borroso.
Cerró los ojos. La cabeza le dolía mucho y apenas sentía ya sus miembros, que
parecían haberse quedado dormidos. Sí, su profesora estaría orgullosa de él…su
sonrisa…Todo se volvió blanco.
A
la mañana siguiente, encontraron el cuerpo sin vida del pequeño Carlos,
sepultado bajo la nieve, totalmente helado. Entre sus brazos aún apretaba con
fuerza su osito de peluche, su único amigo y fiel compañero de juegos.
A
la memoria de Richard Middleton (1882-1911) con humildad, admiración y respeto.
Enrique
Rull Suárez