domingo, 5 de diciembre de 2010

Fría Noche


Oigo tu voz trémula en mis sueños
En la última noche del verano
Susurros que me hablan del pasado
Y me traen tus sollozos y besos.

Me perdí en tus ojos abismales
Brillantes perlas de fuego y hielo
Besé tus labios, tomé tu cuerpo,
Sentí mil placeres celestiales.

¿Dónde estás en esta fría noche
Cuando la soledad cual cuchillo
Mi alma rasga, y la luna sin brillo
Sólo es una esperanza en el vacío?

Aún te busco en la niebla de mi vida,
laberinto de dolor y agonía
y sé que cuando mis labios besen
los tuyos, yo encontraré la salida.

Y el mundo no cesa de girar
Verano e invierno pasan sin parar
El paisaje cambia,
¡Y otra vez se vuelve igual!
Mas yo tu voz no dejo de escuchar…

Y llegaron más caricias,
Y besos que eran fríos
¡Y se fueron igual!
Y yo, perdido en tus ojos
En la noche
En la nada
¡Nunca te dejaré de buscar!


Enrique Rull

domingo, 7 de noviembre de 2010

Triste Sendero




Transito por un triste sendero
sobre hojas muertas
Y huellas de aquellos que se fueron,
Avanzo a tientas
Por un camino de frío hielo.

Soñé con los besos de un ángel
Mas mis sueños se rompieron
La luz que antaño era tan brillante
Solo queda de su recuerdo el anhelo.

Transito por un triste sendero
Solo, con mi corazón de fuego,
Las primaveras murieron
Hoy sólo queda el invierno.

Y oí llorar al sol y a la luna
y las estrellas tanta veces me dijeron:
“no te rindas compañero
Nosotras a otro mundo te guiaremos”

Vi sangrar el azul del cielo
Y besarse la noche y el alba
De su amor negado
Furtivo beso sincero,
¡y el rocío que en las hojas cantaba,
y la nieve que las cumbres abrazaba!

Transito por un triste sendero
No queda nada
Sólo un niño y su corazón de fuego
Y las lágrimas que cayeron
Por este triste y oscuro sendero.

Enrique Rull Suárez

domingo, 10 de octubre de 2010

La Historia de un Muñeco



El breve relato que me dispongo a narrarle, caro lector, está basado en hechos reales, y en otros hechos, que, aunque no sean reales, no dejan de ser verdad…

Se encontraba solo, en mitad de la noche, colocado sobre un cubo de basura. La triste y pálida luz de la luna caía espesa sobre él, iluminando a duras penas sus graciosos rasgos.
El ratoncito de goma miraba fijamente las tinieblas que le rodeaban, sin inmutarse.
Sobre el cubo de basura, su pequeña figura pasaba casi inadvertida para los escasos y distraídos transeúntes que caminaban por aquel oscuro callejón.
Se sentía muy triste ahora que había perdido a su mejor amigo, un niño de apenas tres años de edad, del que nunca se separaba. Recordaba cómo, accidentalmente, había caído del cochecito en el que iba sentado Jorge (pues así se llamaba su amigo) mientras su madre lo empujaba para ir a dar una vuelta. Había caído cuando el cochecito golpeó con un bache,  y ni la madre ni Jorge se dieron cuenta. Y permaneció llorando y gritando en mitad de la calle, hasta que una anciana señora lo recogió y lo dejó sobre un contenedor de basura, donde su pequeña figura era más visible. La afable señora, de bondadosos y arrugados rasgos, le dijo con una suave sonrisa: “espero que aquí arriba puedan verte, y te encuentre el niño al que perteneces, se pondrá muy feliz.” Y se marchó caminando lentamente, con una extraña expresión en el rostro que no era ni triste ni alegre, sino ambas cosas al mismo tiempo, y la mirada perdida en algún remoto y dulce pasado.
 La noche era cerrada. Una atmósfera de paz y extraña melancolía pesaba en el aire. Apenas el ruido, muy de vez en cuando, del motor de algún coche rompía el monótono y triste silencio. A veces era el eco de los pasos de alguien, que apresuradamente, cruzaba la calle sin mirar a ningún sitio. Pero nada más. El ratoncito se encontraba muy solo, esperando ver a Jorge de nuevo. Adoraba jugar con él. Y más adoraba sus abrazos. Incluso ahora echaba de menos sus mordiscos, que el niño le propinaba en ocasiones en el borde de sus grandes orejas negras, ¡aunque en verdad que últimamente ya comenzaban a hacerle daño! Pero sabía que no había maldad, que Jorge le quería de verdad. Y de la misma forma el niño sabía que el ratoncito le quería muchísimo ¡Ah, pero nadie era capaz de ver el alma de un ratoncito de juguete, nadie excepto un niño!
Y allí se encontraba, solo en la noche, maldiciendo su suerte, esperando ver de nuevo a su único amigo. Porque eran amigos, y los amigos no se separan por nada. El ratoncito sabía lo que era la amistad, desde que abandonó aquella tienda de juguetes donde sólo era uno más entre muchos ratones iguales; y aquel pequeño niño le hizo sentir distinto, especial, le dio cariño y amor. Y prometieron estar siempre juntos, y Jorge no iba a ningún sitio sin su ratoncito de juguete. Lo llevaba entre sus pequeños bracitos con torpeza y, algunas veces, ya que el niño era muy descuidado, lo había dejado olvidado mientas jugaban; pero siempre, en cuanto se daba cuenta, volvía corriendo a buscarle. Un día incluso, en el que el ratoncito pasó mucho miedo, llegó a dejarlo olvidado en un parque. Sus padres le dijeron que le comprarían otro igual, pero Jorge se negó, y lloró y lloró. Su madre, al fin, decidió volver al parque para tratar de encontrarlo; y lo encontró tirado junto a un banco, y lo llevó a casa., ¡Y cómo brillo la sonrisa de Jorge, con qué luz tan espléndida y radiante, al ver a su amigo el ratoncito en los brazos de su madre! Y cuando el ratoncito vio a Jorge, se percató de que lloraba a mares por él ¡Y cuán feliz se sintió el pobre muñeco de goma al ver cómo su amigo en verdad lo extrañaba y lo quería! Cesó el llanto, y una alegría inmensa de apoderó del hogar por completo.

Pasaban las horas, pero ni Jorge ni su madre aparecían. Pasaron unos jóvenes que, entre estridentes risotadas, bebían y decían bromas y tonterías varias, agitándose y golpeándose los unos a los otros. Les llamó pero no le escucharon.
Pasaron señoras y señores ya de respetable edad, muy bien vestidos y elegantemente arreglados, con trajes caros y de gala; fumaban y hablaban, y de vez en cuando alguno soltaba una carcajada a mayor volumen que el resto, mientras los demás en seguida le acompañaba y  aplaudían.  Les llamó pero no le escucharon.
Y pasó un señor mayor con el ceño fruncido que, con visible hastío de la vida,  paseaba a su pequeño perro. Le llamó, tampoco le escuchó. Y no volvió a pasar nadie más.
“Triste de mí, yo que sólo deseo dar cariño y amistad, todos me ignoran. Nadie me ve, tan sólo una anciana señora, cuyos recuerdos vuelven al amor verdadero, y un pequeño niño, que los hombres tienen por un ser sin educar, sin formar y sin sabiduría, y tanto se afanan en que aprenda, cuando me temo que debería ser al revés. Amigo mío, allá donde estés, sé que piensas en mi, y que mi ausencia no te deja conciliar el sueño, pues sin abrazarme no podías dormir; amigo mío, debes saber que siempre estaré junto a ti, pase lo que pase, pues yo existo gracias a tu noble e inocente corazón, y nada más. Y cuando crezcas, no seas como todas estas personas que veo pasar por la vida, pues todas ellas cerraron los ojos del corazón.   ”

El horizonte comenzaba ya a dibujar una línea de fuego que, poco a poco, se iba haciendo más grande e intensa, y el día comenzaba a brillar con su tenue luz. El sol, envuelto en su manto rojo, iba despertando de su sueño y, majestuoso, se alzaba hacia lo alto del cielo. La claridad matinal y la brisa fría y seca ya habían empezado a caer sobre el callejón. El ambiente estaba lleno de misterioso silencio y de la extraña paz que reina en la mañana, cuando aún la ciudad se está despertando perezosa, y todo permanece quieto y en calma.
Pero allí, sobre el contenedor de basura, lloraba el muñequito de goma. Veía cómo poco a poco, la luz retornaba, cómo el cielo cambiaba sus colores, y ya escuchaba el tempranero canto de algún pajarillo. La luz, un nuevo día, una nueva esperanza…
De repente, un hombre metido en un traje verde lo levantó con brusquedad, abrió el contenedor, y lo arrojó dentro.
Volvió la oscuridad más absoluta, esta vez para quedarse para siempre.


Enrique Rull Suárez

domingo, 12 de septiembre de 2010

La Estrella y el Mar


Tú eres la estrella
Y yo soy el mar
En la noche tan bella
Nos miramos sin hablar.

Tu brillo no cesa
Tu luz celestial
Palpitando en mi alma
¡Brilla, brilla sin cesar!

Caricia es la brisa
Levanta tempestad,
Al mirar tus ojos
Y tu sonrisa contemplar.

Ondas mis besos
Desaparecen en la mar
A ti nunca llegan
¡Tan lejos, tan lejos estás!

Furia de la tormenta
Mi amor te hará llegar,
Es tu luz el camino
El puente hacia la felicidad.

Si miras a mis ojos
Tu luz reflejada verás
Te guardo tan adentro
En lo profundo del mar.

Mis olas la esperanza
Una muere, otra nace ya
Van y vienen intentando abrazarte
Mas en vano…¡Tan lejos estás!

A la luz de la luna
Te canto sin parar
Notas de amor
¡El lamento de la mar!

Eres mi estrella
Y yo soy el mar
Sé que algún día
Este océano iluminarás
Sé que algún día
Tu piel en mis aguas bañarás
Y ese día este mar brillará
Brillará más que cualquier estrella
Y con tu amor nunca se apagará.

Y mientras cada noche
Nos miramos sin hablar
Amantes en la noche
Suspirando por amar
…Y tú mi estrella
¡Tan lejos, tan lejos estás!

Con cariño para Sarah Queiroz
Enrique Rull Suárez

domingo, 22 de agosto de 2010

Amor y Sangre

Derrumbándose en la noche las estrellas desde el cielo, sentí un abismo bajo mis pies, el frío del sepulcro, el canto de las hienas, el aroma de la muerte sobre mi lecho. Desperté luego de varias horas de sufrimiento en las que pensé que la muerte no era lo más horrible que me podía ocurrir. Desperté digo, aunque a decir verdad no me hubiera atrevido a jurarlo.

Mareado y cansado, mis piernas flaqueaban a cada paso. Sentía resbalar sobre mi rostro pequeñas gotas de sudor frío.

Me asomé a la ventana. No había nada. El aliento de la muerte embriagaba mis sentidos. Volví a tumbarme. Mi cabeza ardía como un horno, las venas hinchadas palpitaban en mis sienes a una velocidad asombrosa. Volví a hundirme en ese abismo. El cielo oscuro se abría ante mí y me engullía, las estrellas danzaban burlonamente en círculos, rodeándome y susurrando horrores indescriptibles con chirriantes voces.

Varios días sin comer y creo que sin apenas dormir. No distinguía el día de la noche. Todo era lo mismo.

Me dirigí por enésima vez a su cuarto. El fino olor de la madera nueva se mezclaba con la suave fragancia de las rosas frescas. Su cama vacía. No estaba allí. Nunca regresaría.

Algo me desgarraba por dentro con una furia animal, primitiva. Me resultaba casi imposible respirar, cada vez más difícil, como si me robasen el aire.

Salí a la calle. Arrastraba mi cuerpo entre serpenteantes caminos de gris asfalto, sucio y gastado. No sabía si era de día o de noche, no era capaz de distinguir…para mí sólo quedaba un inmenso vacío, un abismo infinito de terror, miedo y tristeza.

Regresé con otro ramo de rosas rojas como la sangre en mis manos, subí a su habitación, y lo dejé con sumo cuidado sobre la mesilla. Aproveché para retirar de un jarrón unas cuantas rosas que empezaban a marchitarse. Miré de nuevo a su cama. Vacía. Rompí a llorar sin encontrar consuelo.

Las sombras se deslizaban por el pasillo como formas humanas y sentía cómo me acechaban en la oscuridad. Me repetían lo mismo que mis amigos unos días atrás: “Debes olvidarla y seguir tu vida” “Debes ser fuerte y continuar” “En esta vida hay más oportunidades” – sus voces aumentaban de volumen, cada vez más, y resonaban en mi mente como un eco, cada vez más y me hacían daño, sentía mi cabeza a punto de estallar. Me volví gritando, y golpeé la pared del pasillo con todas mis fuerzas, con inusitada violencia, hasta que mis nudillos empezaron a sangrar.

Nunca entenderían. El infierno ha venido a buscarme y a acogerme en su seno. Ella fue el ángel que me sostuvo, ahora he caído en las llamas del terror, “en esta fiebre llamada vida”.

La primera vez que volví a verla de nuevo, llevaba el mismo vestido que cuando nos conocimos. Sonreía y me hablaba. Sus palabras eran dulces pétalos que acariciaban mi corazón y curaban las mortales heridas de mi ser. Pensé que era otro truco de esta vida que ahora discurría como una función de teatro totalmente ajena a mí, sólo dejándome participar en ocasiones para reírse de mi desdicha y hacerme ver lo superflua, vacía e insignificante que es la existencia humana. Pensé que era otra broma de mal gusto, destinada a terminar de enloquecer mi torturada mente.

Tocó mi mano. Sentí su tacto, tan suave, cálido, y sin embargo sentí frío; me vi por un instante sumergido en un manantial de ternura que ya no recordaba que existiera. Cerré mis dedos en torno a su mano, aferrándome con desesperación como si mi vida me fuera en ello. Tiró de mí y de pronto nos encontrábamos caminando por un sendero estrecho de césped joven y fresco, bajo la luz de un sol que proyectaba rayos de luz iridiscente que nos envolvía a ambos en una atmósfera casi celestial. No me planteé si soñaba o no. Todo era más real que la pesadilla llamada vida que dejaba atrás poco a poco. Cada paso que dábamos, más lejos me sentía de aquel mundo de terror y oscuridad.

Pronto estábamos ante una verde colina sobre las que se alzaba un castillo con torres de resplandeciente mármol. Las puertas eran de bronce con grabados de una belleza sin par, pese a sus extravagantes formas y disposición, lograban atraer mis sentidos de una manera única. Se abrieron con solemnidad y cruzamos el umbral.

Todo desapareció.

Miré a un lado y a otro. Oscuridad. Nada. Corrí a su habitación. Las rosas, la cama vacía. Mareado perdí el equilibrio y caí al suelo. Sentía mi cuerpo como un trapo, sin fuerza, no podía ponerme en pie. El abismo me tragó. Oí los gritos de los muertos, un torbellino de voces que desde la razón me imploraban que la olvidase. Oscuras formas me apretaban los brazos y yo luchaba por liberarme de su repugnante tacto. Me golpeaban y zarandeaban con locura, me decían cosas ininteligibles, y yo luchaba sin fuerzas para que me soltaran sus insolentes garras. Me negaba a ir con ellos con toda mi voluntad, sabía que me querían mantener prisionero en su maldito mundo de horror. Caí hacia el fondo dando vueltas, deseando gritar, deseando salir, huir; implorando la clemencia y misericordia de los dioses para que me arrancasen la vida de una maldita vez.

Abrí los ojos y solo había oscuridad. Mis músculos no respondían.

Volvía a verla. Sus labios se acercaron hasta encontrarse con los míos. Aliento de vida fue aquel beso, no sé si ya en la vida o en las mismas puertas de la muerte. Sentí elevarme como una pluma al son de una agradable brisa que otorgó nuevos bríos a mis miembros entumecidos, y dio alas a mi alma hecha pedazos.

Dentro del castillo había velas encendidas sobre candelabros de oro, que iluminaban con luces mortecinas las grandes estancias, llenas de pompa y de lujo. Las ventanas estaban cubiertas por enormes cortinajes de terciopelo de color escarlata, el techo abovedado estaba pintado con frescos de singular belleza y escenas que me hacían recordar el arte renacentista.

Giré mi cabeza hacia ella y percibí en su sonrisa una tristeza velada por la alegría del momento. En sus bellos ojos como perlas resplandecientes, unas gotas de enorme melancolía no dejaban de brillar. Me miraba fijamente. Tan frágil, cubierta por una extraña palidez enfermiza, sin embargo, nunca la había visto tan bella, tan pura; nunca había percibido esa aura que enamoraba mis sentidos y me cautivaba de tal manera que el tiempo parecía detenerse y mi corazón latía con la fuerza del trueno.

Fui a hablar, a pronunciar una palabra, mas ella hizo ademán de que permaneciera en silencio. Obedecí. Sus labios se aproximaron a mí cuerpo. Vi lágrimas desprenderse de sus ojos. Me besó, en los labios, en el cuello, tan dulce éxtasis de placer y de amor que pensé que iba a morir. Sus manos me acariciaron suavemente. Su cuerpo lánguido se oprimió con fuerza contra el mío.

Y de nuevo todo se fue. Oscuridad. Corrí como poseído por el demonio hacia su cuarto. Las rosas estaban marchitas. La cama vacía. No había nada.

En mi boca aún sentía el sabor tan delicioso de sus labios… Sangre. Había sangre en mi cuello. Me encontraba tan débil que apenas me había dado cuenta. El abismo se abrió otra vez. Sentía mi alma hundirse en el infierno. Todo daba vueltas, los recuerdos se mezclaban en una vorágine de imágenes terribles, de locura, donde formas que de humano no tenían nada, me arrastraban entre aullidos infernales, y una dama de indescriptible belleza me susurraba algo que no entendía. No sentía el suelo bajo mis pies. Mi cuerpo estaba flotando en un mar de oscuridad, en mitad de la nada, acosado por abominaciones sin nombre y espectros que tiraban de mí con fuerza hacia un lugar desconocido.

Abrí los ojos. Me encontraba tumbado en la cama, y percibí a mi lado una figura. Todo se fue aclarando poco a poco. Era un hombre de elevada edad, con bigote y gafas. Me sonrió. Se presentó amablemente, me dijo que era médico. Me dijo que ya me encontraba mejor. Que extrañamente los últimos días había perdido mucha sangre, y padecía una extraña fiebre, que me hacía tiritar, delirar y decir cosas incoherentes. Me dijo que la muerte de mi esposa me había afectado demasiado y que debía guardar reposo y serenarme, y no moverme ni realizar esfuerzos. En un rato, llegaría una enfermera para cuidar de mí. Así, se marchó, saludándome atentamente y con amabilidad.

No moví un solo músculo de mi cara. En cuanto me quedé a solas, me incorporé con gran esfuerzo, y me dirigí a su habitación. Las flores marchitas, la cama vacía. Pensé que me iba a marear, aún seguía muy débil, mas logré reunir fuerzas para salir a la calle.

Cuando regresé, deposité las rosas rojas en su cuarto, en la mesilla, y retiré las marchitas. Miré a su cama. Allí estaba ella, sentada, esperándome.

Sus ojos eran charcos de lágrimas, su mirada tan triste y lóbrega parecía implorar un perdón. Por sus labios aún quedaban gotas de roja sangre. Me dijo que me fuera, me lo pidió por su vida y por su alma. Me rogó de rodillas que me alejara. Y no le hice caso. Me arrastré hasta ella y la abracé y la besé con toda la pasión del amor, y dejé con gusto que bebiese mi sangre. Así, juntos, cruzamos el umbral de la muerte, y logré dejar atrás esa fiebre llamada vida.



Enrique Rull Suárez



domingo, 25 de julio de 2010

SIN TU CARIÑO




Es del sol el calor tan frío

La luz se consume en un llanto,

En un suspiro,

La brisa ahora corta cual cuchillo

Su susurro es solo un canto,

Un alarido,

Resonando como un eco en el vacío.


A tu recuerdo me abrazo

Para poder seguir mi camino

Hay dolor en cada paso,

Tan oscuro atisbo mi destino…


En la memoria el néctar de tus labios

Tu suave piel mis heridas curando

Tus palabras bañadas por los encantos

De una ilusión que se rompió en mil pedazos.


¡Es del sol el calor tan frío,

Es tan tenue luz sin brillo!

Sin tu cariño

Es imposible encontrar sentido

En este mundo tan oscuro y vacío.


Allí te esperaré,

Más allá de las nieblas del olvido

Donde los ángeles funden su destino

Y la nieve es un cálido manto divino,

Y los besos son tan puros como el rocío;

Allí te esperaré,

Dónde el sol ilumina mi camino

Que es un sendero labrado con tu cariño

Y tu amor es el aire que yo respiro

¡Mi única esperanza de poder seguir vivo!


Enrique Rull Suárez

domingo, 25 de abril de 2010

Soy Yo...


Si al cerrar los ojos

En la fría noche estrellada

Sientes como si una mano acariciara

Dulcemente tu mejilla sonrosada

Y cual bandido un beso

De tus rojos labios te robaran,

Soy yo que te sueño

Y es tan grande mi deseo

Que mi alma ignora el espacio y el tiempo

Y libre vuela en esa noche estrellada

Y te encuentra y te abraza y te ama,

Aunque tú sólo sientas el susurro del viento,

¡Soy yo que te sueño!


Si cuando miras al vacío

Oyes débil en la noche un ruido

No es la brisa en la ventana

Ni de ningún animal el sonido

Soy yo que tu nombre grito,

Y mi amor la palabra hechiza

y cual mariposa vuela a toda prisa

y se posa en tus oídos

y susurra tu nombre con cariño,

suavemente un suspiro…

Aunque solo oigas un leve ruido

¡Soy yo que tu nombre grito!


Es el amor del infierno las llamas

Y del cielo el más bello ángel con alas,

Es tan fútil el calor de una noche,

Y eternas de un corazón las lágrimas…


Nunca fuiste mía

Quizás nunca te debí conocer

Mas nunca podré olvidarte

Nunca, nunca te olvidaré.


Enrique Rull Suárez

domingo, 11 de abril de 2010

Una Tragedia En La Nieve (Cuento)


Nevaba. Sí, era nieve, tan blanca y pura como la había imaginado. Carlos se acercó y pegó la cara contra la ventana, tanto que su nariz quedó cómicamente aplastada contra el cristal. Ante sus ojos se extendía la naturaleza teñida de blanco. Los copos que caían suavemente y de manera delicada, sin detenerse nunca, revestían el familiar paisaje de una nueva blancura infinita y deslumbrante. El jardín parecía haber renacido bajo un agradable y elegante manto de hielo: las ramas de los árboles, los arbustos, el césped, los coches y la carretera,  todo cubierto por aquella blancura caída del cielo.  Era la primera vez que Carlos veía nevar, y realmente era tan maravilloso como siempre había imaginado.
Apoyó las palmas de sus manos contra el cristal helado, como si quisiera empujarlo y escapar: deseaba salir ahí fuera a jugar entre toda aquella magia invernal, tocarla con sus dedos, pisarla y sentir bajos sus pies el tacto de esa alfombra blanca, y atrapar con sus manos esos livianos copos que parecían descender de un cuento de hadas... Era como un sueño. ¡Tenía tantas ganas de salir afuera! Su mirada permaneció unos instantes fija, como perdida, observando la trayectoria de los diminutos fragmentos de hielo y cómo éstos cambiaban de dirección a capricho del viento. Eran muy similares a los recortes de papel con los que había jugado en algunas ocasiones, y que esparcía al aire en su casa para simular la nieve en sus tardes de pasados inviernos. Esta vez era nieve, ¡nieve de verdad!
Sus padres no le dejaban salir a fuera.  Además, él no debía molestar, pues hoy recibían una importante visita. Así se lo habían repetido varias veces los mayores.
Resignado, sopló contra el cristal de la ventana y lo llenó de vaho. Acto seguido, despegó la nariz, se alejó unos centímetros, y, en la humedad formada, empezó a garabatear con su dedo unas líneas, que bien pudieran haber sido una figura humana, tal vez una mujer. Luego giró su mirada con hastío hacia el cuarto de estar, dónde sus padres conversaban con aquel invitado, sentados en una mesa, con bebidas y cigarros.
No le hacían ningún caso. Se sentía terriblemente solo. Y sin saber bien por qué, se echo a llorar. Corrió a su cuartito y abrazó su pequeño oso de peluche contra sí, su única compañía y su más fiel amigo de juegos, y se acurrucó en un rincón junto a su cama. Allí permaneció un rato, sollozando y temblando, y apretando su osito con fuerza.
Después de un rato de llanto, su cabeza comenzaba a dolerle, y sus ojos ya irritados y enrojecidos le picaban mucho, así que los frotó con sus pequeños puños y decidió que era mejor dejar de llorar. De nada servía. El mundo le parecía un lugar demasiado grande y extraño, y estaba solo, y él no quería estar solo. Se sentía muy triste. Recordó que hace tiempo sus padres jugaban más con él, le prestaban más atención, pero últimamente todo había cambiado. Recordó la nieve, y eso le hizo sonreír. ¡Con qué facilidad aparece la sonrisa en el rostro de un niño aún cuando sus lágrimas no se han secado del todo!

Corrió y se asomó al cuarto de estar, con esperanzas de que el invitado se hubiera marchado, y así pedir a sus padres que le sacasen a disfrutar de la nieve. Mas la escena no había cambiado. Los mayores hablaban, gritaban y reían a carcajadas que resultaban estridentes y desagradables. El humo del tabaco impregnaba la habitación y el olor llegaba a todas partes. Corrió, desesperado,  hacia su madre e intentó hacerle señas para que le hiciese caso. Apretó su mano y tiró de ella para que le acompañase a jugar con la nieve. Su madre frunció el ceño, un gesto que Carlos conocía de otras ocasiones y que no presagiaba nada bueno. Carlos intentó protestar, pero su madre, de mal humor le indicó que se callara y no molestase.

“Negocios” le había dicho ella por la mañana. Aquel día era muy importante para sus padres, y aquel señor extraño era muy importante. “Negocios”, ¿qué significaría eso? Carlos imaginaba algo, pero no sabía qué exactamente. Algo aburrido, tremendamente aburrido y de mayores, donde se hablaba mucho y donde no entendía nada. Y además daba igual ¡fuera había nieve! Pero a nadie parecía importarle. No, hoy ni siquiera él mismo parecía importar a nadie. Últimamente siempre era así. Se sintió de nuevo muy triste, y se alejó despacio, descorazonado, apretando con más fuerza su osito.

Y lo peor es que al día siguiente le esperaba la guardería. La odiaba. Olía mal. La gente mayor no le trataba bien, y sus compañeros, menos aún. Siempre lloraba mucho antes de ir, y su madre le regañaba. Y a veces se ponía tan nervioso que hasta vomitaba. Y al pensar esto, recordó la asquerosa comida que le obligaban a comer allí…le dolía la tripa sólo de pensarlo. Siempre se quedaba el último en el comedor, las luces ya apagadas, y los gritos y amenazas de una vieja de feo rostro y gafas en la punta de la nariz, para que terminase sus platos. Podía oír su cascada voz como si la tuviese delante.
Sus compañeros se reían frecuentemente de él. Pálido, débil, lloraba mucho y hablaba poco. Era muy tímido. Y todo le daba miedo. Sólo había una profesora a la que tenía mucho cariño: una joven de largos, preciosos y brillantes cabellos oscuros, con unos ojos castaños luminosos y grandes, y una sonrisa tan bonita y dulce que hacía que Carlos se sentiera reconfortado e hipnotizado al mismo tiempo. Su sonrisa hacía de él el niño más feliz del mundo. Era lo único bueno de la guardería, sin duda.
Ella sí hacia caso a Carlos. Le levantaba del suelo y le estrechaba entre sus cálidos brazos y le hablaba con dulzura, y sus caricias eran suaves y le tranquilizaban. Le gustaba que le acariciase la cabeza, pues le transmitía una agradable sensación de paz. Entre sus brazos, la guardería, el mundo, era un lugar bien distinto y se preguntaba por qué no podía ser así siempre. Ella era un ángel, no había duda. Carlos siempre que la veía, salía corriendo y se abrazaba con fuerza a sus piernas; aunque a decir verdad, le daba mucha vergüenza porque era muy bonita, y más de una vez, cuando ella le miraba, a sus pequeñas mejillas blancas asomaba un tono colorado. Con ella nunca se sentía solo, le hablaba mucho y le hacía muchas preguntas, aunque Carlos rara vez respondiese a alguna. Ella nunca se burlaba de él porque llorase, ni le regañaba ¡Nunca! Siempre le ayudaba y le mostraba esa sonrisa brillante y divina que aceleraba su corazón. Sí, ella era un ángel.
Ahora recordaba. Fue su profesora quién le contó aquella bonita historia sobre la Reina de la nieves… ¡Oh! Seguro que la dama estaba ahí afuera ahora mismo ¡Tenía que estar, pues la Reina se mostraba solo entre la nieve! Y él quería verla, ¡deseaba tanto verla! ¡Y luego se lo contaría a su profesora, seguro que se quedaría muy sorprendida e impresionada! Volvería como un héroe a la guardería, y sus compañeros ya no se reirían de él. Y su profesora le alzaría en sus brazos y quizás le besase…y sonreiría orgullosa para él, con esa luz radiante que inundaba de dicha el alma del pequeño… 

Ahí seguían sus padres, discutiendo con el extraño invitado. Ruido, humo, y las voces que se elevaban por la casa, y a Carlos no le gustaba nada de aquello. Daba igual, él iba a salir a buscar a la Reina de las nieves. Y la encontraría. Luego le iban a regañar, lo sabía bien, pero pensó que si antes encontraba a la Reina, no podrían regañarle mucho, ni castigarle. Y además imaginó lo feliz que se sentiría su profesora si le contaba que él   había visto a aquella misteriosa dama.
Despacio, para que no le oyesen, se dirigió hacia la puerta de salida, llevando a su osito consigo. Con esfuerzo, giró el picaporte, y tiró, logrando abrir la puerta. Rápidamente cruzó el umbral y cerró tras de sí, aunque no pudo evitar el ruidoso portazo debido a una fuerte ráfaga de viento, que soplaba con violencia. Esperó, temblando y asustado, que sus padres no lo hubiesen oído. Nada. Ningún pasó se oía. Nadie venía. Bien. Lo había logrado, estaba fuera.
¡Hacía mucho frío! El viento formaba remolinos que le impedían avanzar y le desequilibraban. Pisó la nieve y sus pequeños pies se hundieron lentamente. ¡Qué sensación más extraña y placentera! Se agachó con una sonrisa y tomó aquella sustancia blanca y gélida entre sus manos. Pesaba muy poco, era muy ligera. La arrojó riendo con fuerza hacia adelante, pero el viento se la devolvió y le dio en la cara. Comenzaba a sentir mucho frío. Avanzó más, paso a paso, contra el viento que amenazaba con derribarlo en todo momento. Resultaba divertido, ¡debía luchar o saldría volando por los aires!  No veía muy bien alrededor suyo, pues la vorágine de pequeños copos blancos que bailaban para acá y para allá le impedían discernir el entorno con nitidez. La Reina de las nieves no podía estar lejos.
Avanzó más y más entre la tormenta de nieve, despacio, pero sin detenerse. No reconocía dónde estaba, era todo igual, blanco en todas partes. Tenía cada vez más frío. Recordó las ropas tan incómodas con la que su madre le vestía siempre antes de salir a la calle en invierno. En realidad le agobiaban mucho, le producían incómodos picores en todo el cuerpo, y con ellas apenas podía moverse. Y lo peor era el gorro que le apretaba la cabeza y casi le tapaba los ojos: pero no sentía frío con todo aquello. Ahora lo echaba de menos. Sus pequeños dedos, su nariz y sus orejas ya le empezaban a doler. Sentía sus miembros entumecidos, sus pies perdían movilidad y sus pequeños dedos parecían estar agarrotados. Aquello ya no era divertido, no era como lo había imaginado. A su alrededor se extendía un desierto de color blanco, y la ventisca, lejos de amainar,  parecía cobrar nuevos bríos por momentos. No distinguía nada y no sabía dónde se encontraba. El viento silbaba con fuerza en sus oídos, un susurro desgarrado y seco que le llenaba de miedo. El aire que entraba por su nariz al respirar era tan helado que le dolía la nariz por dentro. No obstante intentó consolarse, sabía que la Reina de las nieves estaba por ahí, y que le recogería y le llevaría a casa. Y luego se lo contaría orgullosamente a su profesora.
Caminó un buen rato a duras penas sobre la nieve, haciendo un esfuerzo enorme por mantenerse en pie y avanzar entre aquella terrible ventisca.  Imaginó la bella sonrisa de su profesora cuando le dijese que él había visto a la dama de rubios cabellos. Sus pies se hundían a cada paso más y más entre la nieve. Nadie podría castigarle si la encontraba. Sus manos apenas las podía mover ya, el dolor comenzaba a hacerse insoportable. Recordó a sus padres, con aquel extraño, bebiendo, fumando, sin hacerle ningún caso. No podía retroceder, ya estaba cerca. Su cara le dolía, los labios le temblaban ateridos de frío; la nieve parecía atacarle cual enjambre vestido de blanco, y golpearlo como mil alfileres que se le clavasen en el cuerpo. Pensó en su profesora, le reconfortaba su sonrisa, ella le abrazaría entre sus cálidos brazos y le hablaría dulcemente. Tosió, se cayó al suelo y empezó a llorar. No aguantaba más. Llamó a su madre. Gritó con fuerza, con toda la fuerza que le permitían sus pequeños pulmones, pero el viento parecía llevarse su voz y hacerla desaparecer entre la nieve. Su cuerpo entero tiritaba. Se acurrucó en el suelo blanco, juntando sus brazos y piernas. Su profesora… Todo se volvía borroso. Cerró los ojos. La cabeza le dolía mucho y apenas sentía ya sus miembros, que parecían haberse quedado dormidos. Sí, su profesora estaría orgullosa de él…su sonrisa…Todo se volvió blanco.

A la mañana siguiente, encontraron el cuerpo sin vida del pequeño Carlos, sepultado bajo la nieve, totalmente helado. Entre sus brazos aún apretaba con fuerza su osito de peluche, su único amigo y fiel compañero de juegos.


A la memoria de Richard Middleton (1882-1911) con humildad, admiración y respeto.

Enrique Rull Suárez


domingo, 14 de marzo de 2010

En tus ojos


Si en la noche más oscura

Tus ojos me miraran

Si tus labios con dulzura

Palabras de amor susurraran,

En una noche eterna viviría

Por tu cariño el sol cambiaría,

Y las estrellas y la luna y su brillo

Pálidas luces sin sentido,

Las cambiaría todas por tu cariño.


Si tus ojos me miraran

El cielo en mi pecho tendría

Y el mundo ya no giraría;

Si tus labios me besaran,

De este infierno escaparía.


Es la ilusión la primavera

La realidad vuelve en otoño

Hoy las hojas bailan y ríen

Danzan alegres en mil colores

Mañana, grises caerán muertas

Y la tristeza asomará a los corazones.

Y de nuevo el sol brillará,

Y de nuevo el otoño volverá…


Es mi vida tan oscura

Una noche tan cerrada

No conoce la ternura

Mi alma desencantada,

Y aún así brilla el amor

Una llama en tu mirada

Como la primavera trae el calor

Tú me traes el aire que me falta,

Mi luz en la noche

Mi última esperanza.


Enrique Rull Suárez.