domingo, 12 de abril de 2009

Rosas Blancas (Cuento)


La luna refulge en el oscuro cielo mientras paseo entre las sombras de un frondoso bosque. No recuerdo como he llegado aquí, ni por qué estoy aquí, ni siquiera sé a dónde me dirijo, mas mi caminar es veloz y decidido.
Escucho la voz del viento entre las hojas, el crepitar de las ramas secas, y mis propios pasos sobre la tierra cubierta de hojas marchitas.

Hace unas horas estaba cogiendo un autobús de regreso a casa. Recuerdo que me senté en un asiento que, milagrosamente, permanecía vacío al fondo del autobús, y allí me quedé pensando en mis asuntos. A través de la ventanilla, la ciudad pasaba velozmente ante mis ojos, fundiéndose en manchas de colores que me sumergían en una especie de hipnotismo.

Ahora me encuentro caminando por un bosque en mitad de la noche. No sé a dónde voy, pero algo me guía, así que continuo avanzando con paso firme.
No puedo pensar con claridad, solo sé que debo seguir avanzando entre estos gigantescos árboles. Siento el corazón cabalgando desbocado, cada vez más, siento escalofríos y también una extraña sensación que me es muy difícil explicar. Mis manos sudan, mis piernas flaquean, mi mente se nubla. Cuanto más avanzo, con más intensidad siento todo esto, como si me aproximase a algo o a alguien que me produce tales sensaciones, pero desconozco de qué o de quién se trata.
De pronto, a escasa distancia, un débil rayo de luna ilumina ante mí lo que parece una persona. Me resulta muy difícil distinguirla con claridad, mis sentidos no responden como yo quiero, y las sombras se proyectan por el paisaje confundiendo los contornos y oscureciendo los rasgos. Es como ver en un sueño, es un cuadro surrealista que no acierto a comprender.

Está quieta, en pie, en una posición solemne. Me acerco con cautela, ahora ya despacio, para poder verla mejor. Debo realizar un esfuerzo y concentrarme para dominar mis sentidos.
Es la silueta de una mujer. Viste una túnica blanca como la nieve, anudada en la cintura por un fino cordel de brillante oro. Un velo transparente apenas me deja distinguir sus rasgos. Su cabellera, negra como la noche con la que se confunde, cae en una cascada de oscura hermosura sobre sus esbeltos hombros. Lleva los brazos al aire, y sus muñecas portan unos brazaletes dorados también.
Me acerco aún más. Necesito verla con más detalle. Mis manos sudan y tiemblan como nunca en mi vida. Creo que el corazón se me va a escapar del pecho, pero me aproximo hacia ella.
El velo transparente deja su rostro cubierto por una niebla muy fina, difuminando de manera muy leve las facciones de la mujer, dotando a su rostro de un aire irreal y misterioso, que sin embargo, puedo ver y distinguir con asombrosa claridad.
Me mira fijamente. Sus ojos negros como perlas brillantes, ligeramente rasgados, caen sobre mí de tal manera que siento ganas de echarme a sus pies y adorarla como si de una diosa se tratase. Su rostro es armónico y elegante en su conjunto. Sus rasgos finos, delicados y suaves, poseen un encanto y una frescura que no parecen de este mundo.
Sus carnosos labios dibujan una grácil sonrisa, aunque misteriosa. Sus pómulos rosáceos me recuerdan a los pétalos de una flor, igual de radiantes y plenos de vida.

De repente su rostro comienza a borrarse ante mí, como si mi mente se oscureciese, ya no puedo verla con claridad. Pero solo es un breve instante, y entonces vuelvo a recuperarla. Por momentos creo que voy a caer al suelo sin sentido, tan mal me encuentro, pero mi deseo de contemplar a aquella mujer es demasiado fuerte. Siento un nudo en el estómago, la sangre golpeando con violencia mis sienes, mi corazón totalmente desbocado. Empero, resisto, en pie, contemplando la elegante figura de la dama.
Estoy frente a ella, nuestras miradas chocan. Mis ojos quedan petrificados ante aquellas dos perlas de brillante azabache que me miran fijamente. Ya no puedo pensar, mi mente se ha bloqueado por completo. No puedo moverme, no puedo reaccionar de ninguna manera. Sólo en mi interior lucha por abrirse paso un deseo: debo saber quién es, debo preguntarle su nombre.

Es inútil. Mis labios no se mueven, son incapaces de articular palabra alguna. Por más que lo intento, no puedo concentrarme, mi mente se niega a obedecer.
De repente, veo como la mujer alza su mano muy despacio. Me sonríe de tal manera que no me importaría morir con el recuerdo de esa expresión tan maravillosa. Me llena de júbilo, de una felicidad inmensa e inexplicable que jamás he conocido. Siento algo que jamás en mi vida había sentido.
Ahora se ilumina ante mis ojos algo en lo que hasta entonces no había reparado. Su mano porta una espléndida flor, una rosa, de un color tan blanco como la nieve que cae en la cumbres de las más altas montañas. Un blanco tan puro, tan brillante, en plena noche, que casi me hace daño a la vista. La oscuridad parece retroceder con miedo ante aquella rosa que brilla como brilla una estrella en el cielo.

Mis ojos siguen la blanca rosa como el marinero sigue la luz del faro en mitad de la noche. Despacio, su brazo se eleva con la elegancia y suavidad de una bailarina, y me tiende la preciosa flor.

De repente una sensación nueva se apodera de mí. Tengo miedo. Temo que si la toco, desaparezca. Si me muevo, todo se desvanecerá. Estoy seguro.
Y allí la rosa. Y allí su mano. Tan cerca de mí que puedo sentir la calidez de su piel. Con un gesto puedo tomar la flor. Y puedo tomar a aquella dama que tanto deseo. Sus labios...
Mas sé que si lo hago, todo desaparecerá.
Dudo. Una inmensa rabia se abre paso en mi mente porque no sé qué hacer, siento el pecho apunto de estallar y mi cabeza da vueltas.

Algo me golpea. Abro los ojos. Estoy perdido en ninguna parte. Poco a poco, los recuerdos van regresando a mí. El día en el trabajo, el regreso a casa, el autobús, el cansancio…Miro a mi lado y veo que un señor mayor me mira con una sonrisa al tiempo que me dice algo que no acierto a escuchar. Realizo un gesto afirmativo y comprendo rápidamente. ¡Me he quedado dormido en el autobús! Me bajo inmediatamente en la siguiente parada, la mía se me ha pasado hace un rato.
Maldigo por lo bajo. Soy idiota, se me ha hecho tardísimo. Encima estoy agotado después de un duro día de trabajo, lleno de problemas, en el que no he parado. Y pierdo más tiempo quedándome dormido en el autobús, soñando con cosas absurdas e infantiles sin sentido.

Voy caminando a casa, atravesando las calles atestadas de gente, coches, ruido y humo. Voy recordando el maldito día que he pasado en el trabajo, y la poca gracia que me hace volver mañana. Recuerdo el lío en el que me han metido mis compañeros por su incompetencia e irresponsabilidad. Los nervios, la cara de mi jefe molesto conmigo, injustamente, no veía la hora de irme a casa...
Recuerdo... Un bosque. La luna, la noche. Una extraña dama de belleza sin par y una rosa blanca. ¿Dónde? Siento que he perdido algo. Un Sueño, nada más, pero me siento vacío. Alguna parte de mí se quedó en aquel sueño, una parte de mí sigue amando a aquella misteriosa dama de belleza sin par. Me acuerdo de aquella rosa blanca que me ofrecía, sus ojos, su sonrisa...en un instante siento al mismo tiempo una profunda pena y una sensación reconfortante de bienestar. ¿Quién era? ¿Solo la inventé yo?

Me quedo clavado frente a una tienda. Venden flores. Tienen rosas y son de color blanco. No puedo resistirme y salgo con un ramo hacia mi casa. Admiro su blancura, su aroma embriaga mis sentidos.
Cierro los ojos y la veo. Otra vez allí. Es ella.

Seguiré comprando rosas blancas todas las semanas. En mi casa siempre tendré frescas rosas blancas llenas de vida, de luz y de esperanza…

1 comentario:

  1. Sin pecar de exagerada, eres un gran escritor.Un gran cuento, me describe de tal forma que descubri como una imagen puede recordarte los aromas....

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