Lluvia, nubes. Y después de nuevo
el sol. Todo pasa. Así transcurren las estaciones ahora: tan frías, tan pálidas, tan vacías. Recuerdo al principio: aquellas primaveras que florecían en un
festival de vida y color. El aire perfumado con ese dulce e intenso frescor de
las flores recién regadas. En toda la ciudad podía respirarse ese aroma que
embriagaba la sangre de ardor juvenil, optimismo y esperanza.
Y cuando llovía ¡qué felices
éramos! Todo quedaba precioso, empapado de un radiante y suave rocío, alumbrado
por esa extraña y reconfortante nostalgia gris que se desprendía del cielo.
Todo era mágico y misterioso. Pero nada podía compararse a tu rostro, con el
cabello húmedo y pegado a tu frente sin ningún orden; y tus ojos tan oscuros y
sugerentes, con esa chispa de luz tan cálida que me daba la vida al posarse
sobre mí. ¿Cómo te atrevías a decir que estabas fea? En aquellos momentos eras
la criatura más hermosa de la tierra. Te doy mi palabra. Aunque yo trataba por
todos los medios de disimular la impresión que me causabas. No sé si lo
conseguía. A tu lado estaba desarmado, me sentía desnudo, torpe y vulnerable.
Me volvía a sentir como un niño, cuando en realidad me estaba convirtiendo en
un hombre. Yo sólo veía en lo que tú llamabas “tus defectos”, la más absoluta
perfección. Yo era esclavo de tus emociones, y tu sonrisa era para mí la
primavera. Con qué alegría contenida paseaba junto a ti entre las sombras
danzarinas de los tilos, aún con la humedad en el ambiente, y con las hojas
derramando perladas gotas de la lluvia, que había pasado como un beso, llenando
los sentidos de un aroma juvenil, de algo intenso y femenino.
A veces, distraídamente, sin
darle la menor importancia, colocabas
tu mano sobre mí en una especie de caricia, y yo me estremecía. Eran mi cuerpo y mi alma quienes a la vez
se estremecían. Algo en mi pecho se agitaba con vehemencia, tan intensamente a
veces que creía que me iba a ahogar. Pero era tan agradable, tan misterioso,
todo ese torrente de sensaciones nuevas e inefables...
Escribiendo estas líneas me pregunto
por qué no se borran los recuerdos como se borran las palabras. Debería ser así de fácil. Aquellas primaveras
jamás volverán. Yo no soy el mismo. La lluvia ha perdido su aroma, y el sol su
brillo. Y tú ¿quién sabe dónde estás? ¿con quién estás? ¿qué soy yo ahora para
ti? Sólo sé que mi mundo fue unido al tuyo, y se rompió en mil pedazos cuando
desapareciste de mi vida. Sé que ya no estás, pero el corazón no olvida. Daría
lo que fuera por recuperar aquellos momentos, aquellas sensaciones mágicas y
brillantes. Pero todo ha pasado, tan fugaz, sin dejar rastro, como una lluvia
en primavera, y apenas mi vida es un recuerdo. Y sé que ya nada volverá a ser
igual.
Enrique Rull