“El hombre justo comprende siempre
En medio de la turbulencia de sus anhelos,
Dónde está el verdadero camino”
Fausto, Goethe
La silueta de un hombre caminando entre las lápidas fue tenuemente iluminada por un débil rayo de luna. Su caminar era lento y pesaroso. Sus movimientos eran torpes y diríase que le costaba un tremendo esfuerzo avanzar. Parecía terriblemente cansado. Su figura se movía encorvada y se tambaleaba inestable a cada paso. Pudiera distinguirse, si nos acercáramos un poco, cierta mueca de dolor en su semblante. A veces se detenía durante unos segundos como para recuperar fuerzas: tomaba aliento y su pecho palpitaba con gran agitación. Luego de unos breves instantes, el hombre retomaba su camino. Poco a poco, sus lentas e inseguras pisadas volvían escucharse sobre el suelo de tierra húmeda y hojas secas, que crujían bajo su peso, rompiendo el silencio sepulcral que se cernía sobre el cementerio.
Debe saber el lector que aquel hombre estaba herido de muerte. Tras de sí, iba dejando un rastro de sangre apenas visible en la oscuridad. Había llegado hasta allí, un lugar muy alejado de su tierra, para cumplir una promesa.
Hace ya varios años encontró a una mujer. Y de ella se enamoró. Su encuentro fue tan casual que diríase que había sido obra del destino. Solo la vio durante unos pocos días, apenas unos instantes, una frágil fracción en la inmensa eternidad. Y su alma calló de rodillas al suelo, y su corazón palpitó con la furia de la tormenta. Jamás antes se había enamorado. Él era un soñador, y bien sabemos que los hombres que sueñan son más sensibles a la dulzura y a los asuntos del amor. Jamás antes estuvo con mujer alguna, pues su timidez le hacía evitar, como el filo de una espada, la tierna y brillante mirada de las lindas muchachas que le mostraban interés…Hasta que llegó ese día, en el que fue bendecido por ese encuentro tan extraño y tan mágico. Y ella le correspondió.
Dirán que miento los lectores, se me acusará de idealista, de exagerar, de anticuado en estos tiempos. Mas yo me limito a narrarles los susurros y cantos de la historia que a mis oídos llegó, la noche en que mi alma fue presa de las garras del amor; y en un estado febril, maldije a los dioses y al destino, pues había jurado hacía tiempo que nunca mi corazón volvería a afligirse con semejante enfermedad. Y Apolo vino a calmar mi furia, y las musas me cantaron esa noche, y recibí las caricias de los ángeles. Y yo me limito a narrarles lo que oí, y tal vez sus corazones, como el mío lo hizo, hallen cierto consuelo al conocer esta historia.
Ella y él se besaron. No en verdad el vulgar acto de juntar los labios con lujuria, vicio y fuego, tan placentero como fútil; sino aquel acto sagrado que une las almas y que hace palpitar el espíritu y el corazón y el cuerpo; donde confluyen los deseos y los sueños de los amantes y las llamas se hacen una sola hoguera que arde con mayor brío que el sol…¡Un fuego que será difícil se pueda apagar sin dolor infinito y sin dejar cenizas que marcarán la vida! ¡Bien lo sé yo!…¿Vosotros, caros lectores, sabéis de lo que hablo? ¡Dichosos sois entonces!
Tras aquel beso, los rostros de ambos jóvenes parecieron iluminarse: sus ojos y su sonrisa brillaban como estrellas, sus espíritus conocieron una paz y alegría imposibles de explicar. Un éxtasis sobrenatural que pocos hubieran creído posible se adueñó por entero de sus almas. Una llama entonces se encendió en lo profundo de nuestro protagonista, una llama que juró mantener viva para toda la eternidad junto a su amor.
Mas no volvió a verla. Así juega el destino, así el diablo gusta de bromear con los corazones humanos. ¡Así es la tiranía del amor! Al día siguiente ella se marchó al otro lado del mar, al lugar donde vivía. Os diría el lugar, pero carece completamente de importancia en esta historia, al igual que he decidido omitir los nombres de los amantes porque nada nos aportarían. Nos bastará con saber que vivían muy lejos, tanto que un océano inmenso los separaba. Ella marchó, no tenía otra opción,y solo una inocente carta de amor le dejó, de aquellas de promesas eternas y de tanta belleza e ingenuidad que aún hoy, al recordarla, en las horas de vigilia y soledad, mi corazón es invadido por una perturbadora añoranza y tristeza, conmovido por tan bellas y tiernas s palabras, ¡tan ardientes y sinceras! ¡Cuánto extraño la pureza de esos corazones aún sin la mácula de la vida y la edad adulta!
Ella hubiera preferido morir que separarse de él. Y la vida hubiérase quitado, mas a salvarla llegó aquella luz sin forma, que hasta los ciegos pueden ver, y que visita los corazones para reanimarlos cuando sus lágrimas amenazan con ahogarlos: llegó la esperanza.
Aquella mañana, la misma que ella partió, nuestro hombre había estado contemplando al sol nacer, aquejado de una profunda melancolía y de funestos presentimientos tras una noche de insomnio. Y vio como el cielo se tornaba rojo y se teñía con los colores del fuego y de la sangre. Y en ese mágico instante, en que la noche nos deja y el sol se alza espléndido y victorioso, en ese momento llegó a sus manos la funesta misiva, y tras leerla, supo que no volvería a ver a su amada. Y lloró y lloró. Su alma gritó y rezó al cielo para que todo una cruel broma fuera. Pero bien sabemos que no era tal. Y cuando ya lágrimas no le quedaban por derramar, y cuando rezó por estar muerto antes que vivir sin ella, a él también le visitó la esperanza. Y juró buscar a su amada, y pensó que, de cualquier manera, sus almas algún día volverían a reunirse, para nunca jamás separarse.
Pasaron los años, mas no había ni un solo día, ni una sola hora, ni un solo minuto, que no pensara en su amada ¿Es posible describir tal agonía? ¿Existe acaso una soledad más turbadora? Convirtiose la vida en una horrible rutina sin sentido para él. Sólo el recuerdo de su amor le empujaba a seguir adelante. No volvió a interesarse por mujer alguna, no volvió a sonreír. Su espíritu desapareció de este mundo. Solo su cuerpo sobrevivía como una mera marioneta sin voluntad, dirigida por un sueño imposible que es demasiado poderoso para comprenderlo o derrotarlo. Como un barco navegando a la deriva por un mar negro en medio de una tempestad, así transcurría su existencia. ¿Qué importaba nada? ¿Qué era el cielo sin ella? Pasaron los años. A veces de las grietas de la desesperación surge una gélida brisa para enfriar la sangre lo suficiente como para que el ardiente deseo se vuelva acción razonada; para poder planear con eficacia el camino hacia el objetivo tan anhelado Así, comenzó a preparar su viaje, y ahorraba dinero para poder llevarlo a cabo. No había otra manera... Era mucho dinero. De ella, solo su nombre conocía, y la pequeña ciudad donde vivía. Era una empresa harto complicada, y le llevaría tiempo el disponer de tal cantidad de dinero para el largo viaje, pues era él hombre sencillo, humilde y honesto, así que ganaba poco dinero. Pero nada le detendría.
Escribía por las noches en su diario y sólo de ella hablaba. Había leído tantas veces la carta que le dejó, que bien podía recitarla con los ojos cerrados sin errar ni una coma. Dormía abrazado al recuerdo de su amada. Despertaba y veía el sol, y en las noches la luna, y para él era lo mismo, pues no había ya luz sin ella, no había diferencia entre noche y día y no sentía nada salvo el terrible dolor y vacío que agitaba su alma por estar tan lejos de su amada. Leía, en busca de consuelo, a los grandes poetas, y al Todopoderoso alzaba sus plegarías para que cuidase de ella. Dejó a sus amigos de lado, pues ellos de loco le tenían, de imprudente joven que no conoce la vida y la malgasta en fantasías. Y sólo le daban consejos que de nada le servían, más bien le llenaban de ira. ¿Olvidarla? ¡Ah! ¡"Amigos"! Bella palabra que encierra muchas veces no más que una alcantarilla llena de lodo y ponzoña. ¡Amigos! ¿Quiénes sois que no veis un corazón enamorado? ¿Cómo él iba a olvidarla? ¿Quiénes sois para ofender a Venus y a la música del cielo? ¡Y tal vez tengáis razón! ¡Sí, razón! Mas ¿Qué hay de vuestro corazón? Sus amigos sólo eran capaces de albergar sentimientos mundanos, no aquellas elevadas pasiones desgarradoras de los poetas. ¡Pero no erais sus amigos! Bien lo se yo, pues con él no estuvisteis en su dolor, ni en su delirio, que no comprendisteis; ni en su vida ni en su muerte, que ninguno lloró. Y sabed: el amor verdadero no atiende a la razón ¿Acaso la furiosa tempestad repara en las pequeñas barcas que bogan en la mar? ¿Acaso el terrible huracán escucha a los árboles que azota sin piedad? ¡Maldito, mil veces maldito seas, Amor! Pues desconozco en esta vida fuerza tan poderosa e inmisericorde con las almas humanas.
La esperanza nunca la perdió. La llama seguía viva. Y también las dudas, pues el tiempo puede enterrar en el olvido las promesas igual que las rocas más duras las convierte en la más fina arena; y a veces, incluso los más profundos sentimientos pueden quedar enterrados... ¿Aún le recordaría? ¿Tendría otra vida junto a otro hombre? ¡No! ¡Imposible! De alguna manera sabía y sentía, o quizás era sólo su deseo, que ella le esperaba, le amaba a través de los insondables abismos del espacio y del tiempo.
Y por fin, transcurridos algunos años que para él fueron una eternidad, por fin estaba dispuesto a realizar su viaje. Todos estos años había vivido de un recuerdo. Todo tan lejos quedaba…aquellos finos labios que besó, aquella mirada que dio luz a su corazón…el velo del tiempo lo había ocultado todo ligeramente, había proyectado tenues sombras de inquietud e incertidumbre. ¡Pero no importaba! ¡Pronto volvería a estar junto a ella! ¡Oh, dicen que era su mirada tan triste por aquellos días que nadie era capaz de sostenerla sin emocionarse, sin sentir piedad! Su caminar mismo delataba su pena, su sonrisa no era más que un recuerdo del pasado en las mentes de sus allegados. Sí, yo conozco bien todo eso, he sufrido y he aprendido, pero no me ha servido de nada. ¿Qué podía hacer aquel joven cuyo único anhelo era estar junto a aquella flor que robó su dulce corazón? Languidecía su alma, sabía bien que sus años no se prolongarían demasiado si no volvía a estar con su amada. Así pues, por fin partió, con lo poco que tenía, y la esperanza única de encontrar a su amada. ¿Qué sería de ella? ¿Estaría casada con otro? ¿Se habría olvidado de él? ¡No! Tal infortunio no podía acontecer, ¡No podía! Pues aquel amor era el más puro y él aún sentía sus almas unidas danzar al unísono en una misma sinfonía.
Ahora mis lectores, dejad que os narre como acabó esta historia. Y permitidme la libertad de omitir el viaje, porque fue largo y muy duro, y sería más conveniente el narrarlo en otra ocasión, pues fueron grandes aventuras y desventuras las que sufrió nuestro héroe, ya en barco, por carretera a caballo, a pie, se perdió, fue herido etc. pero al fin logró llegar a la ciudad que era su destino, donde esperaba encontrarla…Tened siempre presente que os narro esta historia tal como yo la escuché aquella noche, y de ninguna otra manera, y dejo al lector juicioso y sabio que decida su veracidad, pues yo, amigos míos, ¡Yo estoy enamorado! Y esa flecha que atraviesa mi corazón me impide discernir la realidad de los sueños, así como un niño ve tantas cosas e imagina otras, así yo me siento: incapaz, crédulo, ¡pero tan feliz y dichoso como no hay otro ser en la tierra!
¡Tristeza y amarga realidad, y alegría infinita! ¿No es acaso así la vida? Volvamos a la narración, pues de mí no trata, sino de otro que amó.
Se había levantado una leve y acariciadora brisa que silbaba entre la espesa oscuridad. Las hojas de los árboles se agitaban suavemente por ella movidas, y las ramas se retorcían, proyectando unas sombras siniestras, semejantes a negras formas del averno sobre el arenoso suelo. Se escuchaban aún los pesados pasos de aquel hombre que poco a poco avanzaba agonizando bajo la luna, entre las numerosas tumbas que poblaban el paisaje. De pronto, se detuvo frente a una lápida. Su respiración se aceleró. Jadeaba sin cesar y apenas ya lograba mantenerse en pie. La frágil luz de la luna bastaba para poder iluminar el epitafio grabado sobre la piedra de aquel sepulcro. Se aproximó con cautela a duras penas y se inclinó a fin de poder leer con claridad. Sí, allí estaba. Era su nombre, y su apellido. Sí, aquel nombre que ella le susurró dulcemente al oído, hacía ya varios años…¡Estaba muerta! ¿Cómo podía ser? ¡Era entonces cruel verdad lo que los aldeanos le dijeron! ¿De qué había muerto? Su vida se escapó lentamente, le dijeron en la aldea, y ningún médico pudo diagnosticar enfermedad conocida. De pronto fue consciente de todo, y sus ojos estallaron en lágrimas, un lamento inhumano salió de lo más profundo de su alma y la noche misma pareció temblar de dolor. Se desplomó frente a aquella fría piedra. Con los dedos palpó delicadamente y con ternura las letras con su nombre grabadas, manchándolas de su propia sangre. Sus labios besaron con pasión la piedra que guardaba el descanso de su amor. Sus manos recorrieron repetidas veces las letras talladas con su nombre, con dulzura y cariño, en suaves caricias que en vida no pudo dar, y besó con el mismo ardor y cuidado como si la besara a ella. Y de repente sintió algo. Su tacto percibió que había algo más abajo grabado, aparte de la fecha de nacimiento y de defunción: había más letras que la oscuridad no le había permitido vislumbrar en un primer momento. Retiró hacia un lado con esfuerzo su cuerpo, solo unos centímetros para dejar pasar la tenue luz de la luna, hasta que fue suficiente la claridad para que sus cansados ojos leyeran lo que rezaba allí: “MI ÚNICO AMOR, TE ESPERO, NO PODÍA VIVIR SIN TÍ” ¡Ahora sabía! ¡Ella murió de amor! ¿No es acaso mortal enfermedad? ¿No es acaso el remedio de toda tristeza? ¡Amor! ¡Maldito! Tarde llegó ¡demasiado tarde! Mas ella aún le esperaba, pues ¿No prometieron unir sus almas para toda la eternidad? ¿No era eso lo que decía ella en la carta que le dejó?
Entre sus lágrimas se dibujó una suave sonrisa de felicidad. Abrazó la fría piedra con todas sus fuerzas y así permaneció inmóvil, cual estatua que fuera parte del sepulcro.
A la mañana siguiente los lugareños hallaron el cadáver de un hombre abrazado a una lápida. Nadie sabía su identidad, ni las causas exactas de su muerte, ni si existía alguna relación con la mujer que yacía en esa tumba enterrada, que había fallecido de manera tan misteriosa. Les resultó extrañamente difícil separar los brazos de aquel cadáver de la fría piedra a la que abrazaba. Parecía adherirse poseído por una fuerza sobrehumana a aquella lápida. Sus rasgos revelaban que era extranjero, llegado de más allá del mar. Sus ropas estaban echas jirones, presentaba cortes y magulladuras por todas partes y su cuerpo estaba extremadamente delgado y desnutrido. Con todo, según dijeron, su pálido y demacrado rostro exhibía una amplia sonrisa y una expresión de paz y felicidad que nadie logró comprender.
Y así fue la historia que escuché de los labios de Apolo y de las musas aquella noche. Y yo estoy aquí, sólo en mi habitación fría, rodeado de libros, de trabajo, pero sin poder pensar en nada más que en la mujer que amo ¡Desdichado! Disculpadme que os incomode con mis asuntos, caro lector, pues para usted carecen de interés, y mi historia no merece su atención, pues solo las grandes historias de amor, como la que les acabo de narrar, que a su vez me fue narrada, lo merecen. Más no por ello mi amor posee menos intensidad, pues el amor nunca perdona a un corazón ardiente y soñador, y aunque no merezca su atención ni su tiempo mi historia, les pido que, por unos instantes, se apiaden de esta alma mía que solloza, triste y solitaria, por un amor que jamás volverá…
Enrique Rull